Clases Particulares, por la Doctora Ivonne.

La doctora Ivonne es especialista en mal de amores. Pero hoy escribio un cuento para la seccion cuentos eroticos escritos por mujeres que no escriben cuentos eroticos, y en el mismo acto se hizo acreedora de un diploma virtual,que un dia de estos voy a diseñar.
Le agradecemos la deferencia, y este cuento viene con moraleja y debe ser un alerta "oid, profesores de panza incipiente, nunca penseis que una pendeja turra no os puede dejar de garpe"
va cuento, agradeciendo la gentileza de la autora, que encima deja en la ficcion nota de la veracidad de lo sucedido.



Lo que les voy a contar sucedió de verdad. Me sucedió a mí cuando tenía 18 años. Yo era una turra para las matemáticas y mi madre, en un intento de que no me fuera a examen en enero me mandó a un profesor particular. Allá fui, sin ganas por supuesto, no conocía nada más tedioso que las clases particulares, pero allá fui y me encontré cara a cara con el profesor.



Era un tipo panzón, con barba incipiente, ojos marrones y grandes, entradas no muy pronunciadas pero sí, pronunciadas. Me miró de pies a cabeza y en ese mismo instante, ese mismo segundo, (perdón por el lugar común, pero fue así) supe que algo no precisamente relacionado con las matemáticas iba a pasar entre él y yo.



Pero bueno, me senté en una mesa opuesta a la de él y con mi desfachatez propia de la edad y propia de mi personalidad, le dije que no entendía nada. El hombre se esforzaba por explicarme. Me miraba y se reía y puedo dejar sentado, les puedo garantizar que esa sonrisa, esa expresión en la boca, en los ojos, en la cara, no se me va a olvidar nunca porque ¡cómo me gustaba! Sí, era un vejete, sí era barrigón, sí, sí. Era todo eso, y encima, digámoslo bien bajito, y que quede entre nosotros, era como 25 años mayor que yo.

No pretendo que nadie me entienda, pero lo que me perturbaba, lo que me hacía temblar era su mirada libidinosa, el vigor con el que sus ojos inteligentes se posaban en mi cuerpo, pero sobre todo en mi sonrisa y en mi alegría fácil de chica irresponsable y con mucha curiosidad por conocer cosas nuevas en el terreno sexual. Me atraían sus manos grandes, su gusto por mí, las fantasías que yo fantaseaba y que él tan hábilmente, como un gourmet, se encargaba de poner en mi cabeza, sin decir ni una palabra. Hoy me doy cuenta de que no hay nada más erótico que la inteligencia de un hombre maduro.



No vayan a creer que hicimos el amor. No vayan a creer que en algún momento de alguna de esas tardes él se llegó a bajar el pantalón. No.



Pero una tarde, una especialmente calurosa y larga, sonaba la radio de fondo, y yo estaba más atrevida que de costumbre. Me sentía a mis anchas para hacer lo que quisiera y aunque hoy que soy madre y muy prudente me cuesta entenderlo, estaba deseosa de que pasara algo. Secretamente me excitaba pensar que ese hombre gordo y algo viejo para mí, pudiera disfrutar aunque sea un poco de mi cuerpo joven.



Aquella tarde decía, me senté contra la pared, en un lugar poco iluminado. El salón era mediano. En un momento, me levanté de la silla, fui hasta la puerta y la cerré. Recuerdo que cuando me paré, el profesor contuvo la respiración. Se puso un poco nervioso, o quizás estaba excitado. O las dos cosas. Pero eso me hizo sentirme más a mis anchas todavía.



Cuando volvía a mi asiento le pedí a él que se acercara. No tuve que hacer mucho más, todo lo que pasó después fue natural, tan natural como cuando hacés algo que tenés muchas ganas de hacer. El cuerpo no miente.



El profesor me abrió los botones de la camisa y empezó a chuparme los pezones. Nunca me besó en la boca. Después me levantó la pollera, me bajó la bombacha y me empezó a lamer. Lo hizo durante largo rato. De tanto en tanto, se incorporaba para mirarme a la cara.



En ningún momento quiso ir más allá de eso, nunca amagó a desabrocharse el pantalón, por ejemplo. Sólo una vez me pidió algo, me pidió que gimiera más alto. Hablaba poco, lo mínimo indispensable.



Un poco repentinamente, la tarde se transformó en nochecita y cuando el profesor de se levantó para prender una lámpara de pie, empecé a sentir vergüenza. Entonces le dije que había llegado la hora de marcharme. Él me despidió simpático como siempre y me preguntó si volvería. Le dije que sí, pero no volví. Cuando mi madre me preguntó le contesté que yo seguía sin entender nada de matemáticas y que, ese profesor, tampoco era bueno enseñando.

Comentarios

El Mostro ha dicho que…
"Se puso un poco nervioso, o quizás estaba excitado." No, era asmático.

¡Yo soy re inteligente, eh!

Muy buena Historia. A mí me pasó parecido, soy un tronco en Matemáticas y ella, solo un año mayor que yo, era muy buena. Recuerdo un torrido Febrero...

Saludos.

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