Ninguna mascota fue muerta en la confección de este cuento, que en realidad es un refrito donde saque las cosas que no me cerraban en la versión anterior y trate de hacerlo en tercera persona para acabar con la maldición de los cuentos escritos en primera.
La descripción del club es absolutamente verdadera: es el club de mi barrio, el sudamerica. Los personajes son de ficción, debo aclarar que mi madre es una santa y yo no he vivido jamas en Dusseldorf. (nadie nombra Dusseldorf pero me pensé científica volviendo de Alemania)
Bueno, acá está de nuevo, remozado y espero que mejorado El carnaval del club.
El carnaval del club.
La hermana le había sacado el pasaje en Aerolíneas,
y eso estaba muy bien. Porque venir en avión argentino ya le sacaba las escamas
de diez años en Alemania, el sabor de un alfajor de dulce de leche, el canto de
las palabras en argentino, tan diferente del latino neutro que terminaba
hablando con sus amigas colombianas, y mexicanas en Dusseldorf.
No sabia si estar triste: mas bien preocupada.
Enterrar a Madre implicaba quedarse dos o tres semanas para hacer los arreglos
patrimoniales con Liz, que iba a insistir con que volviera al país, que muchos volvían,
incluso le había mandado notas de Telam sobre repatriación de científicos. En
principio volver a la patria era volver a los sabores. Un velorio no da para
asado, pero en quince días, seguro que iba a haber tiempo para asado, mate, y
esas facturas que hacían en La espiga de oro y que llamaban alemanas, aunque
nada que ver.
Ella volvería a ser llamada La india en casa: Liz
le dijo “venite India, yo te saque el pasaje, mamá no pasa de pasado mañana” y
cuando estaba en el aeropuerto le llego la noticia de la muerte.
Y mientras almorzaba comida de avión pensando en
lo plano de buenos aires, una caja de ravioles desde el aire, iluminada, una
belleza, se acordó del carnaval del club.
En esas épocas la India tenía seis años y tuvo
que pasar mucha agua abajo del puente para que lo que paso cobrara sentido, y
dejara de ser hojarasca.
El club ya estaba decadente, Liz le contó que lo
demolieron hace poco y que pusieron un gimnasio muy completo. Pero en los
sesenta los viejos hablaban de antiguas glorias,. Y es justicia, los relatos de los grandes tienen algo mítico
que afirman que uno ha
llegado tarde para la epifanía
Ocupaba unos dos lotes largos en el medio de la
manzana, y en el fondo, anexados, había avanzado sobre parte de los terrenos
vecinos de las cuadras laterales. La comisión directiva los había comprado por
poco, cuando el barrio pujaba por ser de clase media.
El club tenía (no como cuando ella se fue a
Alemania, en el 2000) poca construcción, la mayor parte era al aire libre: entrabas por un pequeño salón donde como una
reina, reinaba la mesa de billar de madera maciza, (el ataúd, ¿será de madera maciza?) con el finísimo paño verde,
donde reposaban en las esquinas, tizas azules con agujeros en el medio, solo un
poco mas grandes que terrones de
azúcar. En las paredes, alineados,
hermosos, los tacos de billar, de madera de ébano, con incrustaciones de nácar
(me dijeron que las manijas
incrustadas eran de verdadero bronce). Estamos hablando de los 60, en esos
tiempos hubiera sido estúpido pensar que alguien se los podía robar, en el
barrio.
De allí pasabas al salón para socios,
vitrinas con trofeos y banderines, mesas (también macizas) y sillas donde se sentaban viejos que usaban sombrero, y los
colgaban en ganchos –la India
trata de reconstruir formas y cintas de adorno- y porotos y cartas y cajas con
juegos de dominó, y ceniceros de propaganda de Cinzano, de lata plateada, con toscanos y cigarrillos.
El club era predio de varones y los chicos, un
incordio. Liz y ella iban porque vivían enfrente, y en esa época los chicos
volaban por el barrio como pájaros libres.
En la dormidera del largo viaje en avion, la India reconstruye el club y
se va desmayando hacia el recuerdo. Paredes donde un cartel enlozado,
azul, daba aviso de que estaba
absolutamente prohibido salivar en el piso de acuerdo la ordenanza
municipal. Coronando el lugar, una gran heladera mostrador llena de gaseosas de
marcas que desaparecieron (bidu, canada dry,
neuss) y cerveza cristal y cerveza negra
y sobre la heladera de madera, frascos de vidrios con maníes y un montón de
cosas que se ella recuerda por primera vez, ya no desde el exilio –lo llama
exilio por comodidad, en el fondo sabe que se trata de una huida- sino desde
mucho tiempo antes.
Atrás de la heladera, del lado del encargado, un
esqueleto de madera, revestido, elevaba la perspectiva del patrón que atendiera
el buffet, y esa diferencia permitía
dejar claro la diferente jerarquía diferencia entre los socios habitúes (que
podían pasar tras el mostrador y agarrarse lo que se necesitara) e invitados o advenedizos
Al costado de este buffet (así lo llamaban, en francés ¿no es gracioso?) un
pequeño pasillo y la secretaría del club, donde se reunía la Comisión Directiva
que tenia su Libro de Actas, su sello, y
una puerta que daba a la cancha. Cancha
al aire libre, cancha cercada por alambre de gallinero, rombo anudado con
rombo, donde colgar la remera para jugar en cuero.
Como los chicos del barrio jugaban en la calle,
la cancha, perimetrada con alambre había sido
marcada para la práctica del básquet y tenía esos aros embudos donde a
los adolescentes les gustaba colgarse y los más chicos miraban con la envidia
de pensar “nunca seré tan alto”
En los años veinte años que la India vivió con el alma
cerca del club, nadie jugo al basket, piensa en esto mientras sorbe un vino de cortesía
que le trajo la azafata. Un Malbec de Mendoza, ¡que lindo que suena la palabra
Mendoza!
Al costado de esta cancha estaba la de bochas,
muy larga, con su pisón, un enorme rodillo con el que aplanar la tierra.(Y de tierra somos y a la tierra vamos, mamá)
Y la
India se pone un poco triste al pensar en la madre y se
acuerda del escenario del fondo del club. Un gran escenario teatral, que por
esas épocas carecía de telón, pero
que no queda ninguna duda de que en algún tiempo
hubo de tenerlo. Ese escenario con sus dos vestuarios (hombres y mujeres, o quizás
damas y caballeros) a los costados, y para abajo, levemente subterráneos, con
duchas y baños, inexplicable allá por
los sesenta, abandonado, una vez que se pasó la fiebre por montar algo que se debería
haber llamado “elenco filo dramático” o alguna cosa por el estilo.
Había escuchado, cree recordar historias del club
donde el escenario anclaba en cierta concepción de la cultura, las danzas
folklóricas, el teatro vocacional. Inclusive hubo un tipo que llego a actuar en
la tele, pero la India
no puede recordar su nombre. Paso demasiado tiempo y el tipo ya se habia ido
del barrio cuando ella era chica. Todos los nombraban con orgullo: èl estuvo acà
¿Cómo se llamaba? Pero en el tiempo del recuerdo el escenario solo se usaba en
los carnavales, para que el animador dijera sus glosas, y se atropellaran
arriba los pibes vestidos de mascaritas a la hora de las fotos.
A ella nunca le gustaron los carnavales, ni siquiera
el de Rio, al que fue en la época de la plata dulce, los ochenta, cuando ya no vivía
en el barrio. Los carnavales la enfermaban. Literalmente.
En su infancia ya estaba esa concepción de que carnavales
habían sido los de antes. Inclusive antes del asunto del carnaval del club, le tenía miedo a las mascaritas, a los varones
vestidos de mujeres con naranjas en los corpiños, muy pintados, alegres, que se
paseaban por la calle cuando estaba sentada en el banquito de la puerta con su
abuela a ver pasar la vida, también en carnaval.
No entendía la lógica del disfraz, de ese interés
en ser otro, en confundir, esos
caretones de papel mache la aterraban. Le hacia mal el frenesí que le entraba
al barrio, si eran los mismos de siempre mas sus parientes que no tenían la
suerte de tener un club, eran los mismos de siempre, pero un poco distintos,
olorosos de colonia de La
Franco Inglesa, vestidos de domingo. Una fiesta
que empezaba a la siesta con el trámite de ir a comprar las barras de hielo enormes que los de la
comisión traían envueltas en arpillera
de bolsas de papas.
La coreografía del pasaje de las barras de hielo,
y después ir al club con su papá a embolsar papel picado, azul, azul violeta,
que mas tarde los chicos juntarían del piso, para volver a tirar., un reciclado
espontáneo del tiempo de ñaupa. En tanto, se armaban las mesas, se ponía a
punto el minué. Su papá estaba en la parrilla, cocinando chorizos.
El club se vestía para la ocasión, banderines de
plástico y bombitas de colores cruzando la cancha de básquet, mesas de
latón, que el resto del año se guardaban cruzadas sus tijeras en los vestuarios
subterráneos. Con los feos caretones monstruosos, la bebida fría, los panchos
de piel gruesa y mostaza, que terminarían siendo su cena y su vomito esa noche
de carnaval. Y el humo de la choriceada, aromando la escena, mezclándose con
las colonias baratas, con la necesidad del barrio de ser feliz.
La tarde del carnaval del club la pasó en la
peluquería, haciéndole el turno a mamá,
escuchando a las mujeres grandes, enviciada de olor a spray, a revistas de
fotonovelas. La India
piensa como se verá la madre ahora muerta,tan coqueta que era, ahora, estragada
por la enfermedad, pero entonces era linda la madre, tendría menos de 30 lucia un batido y vestido recién traído, a
último momento, de la modista del barrio, la noche del carnaval del club.
Ese año la India se había negado a llevar disfraz. Pero Liz,
si. De dama antigua. Aunque los que eran adolescentes en esa época y ahora son
gente vieja, eran modernos: Trini López,
Nat King Coll, Quique Guzmán los reyes de la noche. Hasta había ensayado con
Liz, unos pasos del baile de Violeta Rivas en la Escala Musical ¿de
que me sirve el latín, no se no se?
Las dos se habían cruzado temprano, por que en la
casa todo era nervio, como siempre. Y cuando pudo zafar e ir al club es como si
hubiera pasado un umbral. El pasaje era simple, las miraban cruzar la calle y
en el club alguna vecina estaría atenta, la vida era pública y todo el mundo conocía te conocia y me
atrevo a decir que te cuidaba.
El club estaba lleno, la comisión podía respirar aliviada. No seria
como los carnavales de antes, pero se habían vendido todas las rifas y hubo que
sacar hasta las mesas del buffet para que se sentaran los que siempre llegaban tarde.
Liz y ellas habían embolsado un montón de papel picado –las manos estaban violetas- y
el turno en lo de la Nínette,
para el batido materno había llegado al cenit de la fiesta sin darse cuenta.
Y ahí, en la
plenitud de la fiesta la India
tuvo un mal presagio a pesar de la alegría. En el cielo de la cancha, mas
arriba de la telaraña de banderines y bombitas, la luna redonda y amarilla,
vigilaba.
Only you… y ya estaban sentadas como enanos de
jardín de yeso, las viejas que no iban a mover el culo en toda la noche. Liz
estaba comiendo en la mesa de los Aguirre, su padre entre los chorizos y su
madre se había perdido en la charla con los vecinos.
Put your head on my shoulder y el piso era un
tapiz de chapitas de cerveza, restos de pan de panchos y el consabido papel
azul/violeta picado que ella había ayudado a embolsar
y de compañera, oh oh
oh, una mujer y en la pista no cabe un alfiler y los varones del barrio la
venían a buscar para jugar a la escondida, mientras se armaban nuevas parejas
en la pista de baile, los gallegos pedían paso doble, los viejos tango y la
juventud de entonces se hacia dueña de los discos, esos viejos discos de pasta,
que hacían bulto junto a algunos nuevos 33 revoluciones...
Todo daba vuelta como una calesita y la India se metió en el
vestuario de mujeres, debajo del escenario, que olía a humedad. La luz del
afuera reverbera en esas paredes donde algún rústico artista barrial con
veleidades políticas dibujo un negrito con hueso en la cabeza y una
inscripción: Lumumba. El lugar no daba miedo, pero era otra galaxia. Una
galaxia donde el carnaval quedaba lejos, o era solo un ruido, o era Rita
Pavonne cantando el Baile del Ladrillo.
Señores pasajeros, estamos arribando a la ciudad
de Buenos Aires, 28 grados de temperatura, es un hermoso día, y el capitán los
saluda.
La
India agarra fuerte su bolso de mano y se acuerda de la
noche del carnaval del club cuando se sintió la reina del subsuelo, nadie la
buscaba y posiblemente esa escondida iba a terminar con alguien diciendo
Sangre, contraseña donde había que barajar y dar de nuevo, saliendo del escondite, por bueno que fuera.
Allí llegaba el ruido de las canciones, los
gritos del carnaval, el olor de la parrilla, de los chorizos, mezclado con el
olor de la humedad, pero también atravesando todo, un rumor de enaguas, de ropa
un sonido clap clap mucho mas cercano.
La gente
se empieza a mover, a despertar en el avión, hay como una alegría de llegar a
casa, pero en su cabeza está cantando Neil Sedaca. Oh…Carol, y era hora de irse de allí, no sea cosa que
el padre dejara de servir chorizos y le preguntara a Liz donde esta tu hermana
y empezara una cacería que terminaría inevitablemente en una paliza
Y la
India empezó a hacer ruido, para espantar a la rata que
jadeaba, o chillaba o la rata de podía ser tan grande como los rostros
monstruosos de cartón pintado. La rata que estaba en la parte mas profunda del
vestuario debajo del escenario donde el animador vocacional entonaba una glosa
pidiendo un aplauso para la esposa del presidente, y entregando un ramo de
claveles.
Todo eso escuchaba la India, mientras del fondo
del vestuario salía a medio vestir su madre, con el batido deshecho y el chico
grande de doña Benedicta abrochándose la
bragueta.
Manténgase en sus asientos, con los cinturones de
seguridad en su sitio, hasta que se
terminen las maniobras de aterrizaje, dice la azafata. No había nada que hacer allí, le había dicho
su madre aturdida el último carnaval que festejaron en el club, llevándola a
tirones de la ropa, mientras el ruso gritaba Sangre y eso quería decir que
había que salir del escondite y el juego canalla de la escondida empezaba de
cero, nuevamente, y la gente se paraba y dejaba el avión. Bienvenidos a la Republica Argentina,
gracias por elegirnos, esperamos que su viaje sea placentero, vuelva a volar
por Aerolíneas Argentinas.