el dia que M trato de suicidarse.
Yo que me acuerdo de todo, de esto no me acuerdo bien: Jorge estaba, pero tampoco creo que lo recuerde, ni vale la pena preguntarle. Solo, tal vez, vagamente, sin detalles.
Yo y M eramos tan amigas como solo pueden serlo chicas de 16 años.Culo y calzòn. La madre de M tenia una enfermedad psiquiátrica que hoy se nombra glamorosamente, pero que esconde una vida de mierda, con bajas y subas animicas, extremas como una montaña rusa. Cuando la madre estaba internada M iba a un psiquiatra que se le hizo el vivo. Un tarado y un canalla: no pasó nada irreparable, solo la perdida de confianza en que los que te tienen que cuidar te van a cuidar.
M. tomo pastillas, en la casa había de todos los colores y se empezó a poner mal. La llevamos los otros tres a la salita, la atendió el doctor japones ese de las propagandas,que era de la zona, ni se que le dijo, se sintió mejor. Nada de lavaje de estomago, nada de consultas posteriores.
Nada.
Ni siquiera quedó como la gran anecdota, solo una idea lejana de que M quiso suicidarse.La vida nuestra, la de las dos, siguio como si nada. Una de las cosas extremas que te pasan en la adolescencia. A vos, a mi, a todos, podriamos estar muertos recontratranquilamente. Quiza da preguntarle, todavía la veo, pero me da pudor.Ella esta casada con su novio de entonces, igual que yo.Somos dos señoras grandes.
Doscientos ventidos patitos como respuesta a este recuerdo (gracias Blog Eterna Cadencia)
Yo y M eramos tan amigas como solo pueden serlo chicas de 16 años.Culo y calzòn. La madre de M tenia una enfermedad psiquiátrica que hoy se nombra glamorosamente, pero que esconde una vida de mierda, con bajas y subas animicas, extremas como una montaña rusa. Cuando la madre estaba internada M iba a un psiquiatra que se le hizo el vivo. Un tarado y un canalla: no pasó nada irreparable, solo la perdida de confianza en que los que te tienen que cuidar te van a cuidar.
M. tomo pastillas, en la casa había de todos los colores y se empezó a poner mal. La llevamos los otros tres a la salita, la atendió el doctor japones ese de las propagandas,que era de la zona, ni se que le dijo, se sintió mejor. Nada de lavaje de estomago, nada de consultas posteriores.
Nada.
Ni siquiera quedó como la gran anecdota, solo una idea lejana de que M quiso suicidarse.La vida nuestra, la de las dos, siguio como si nada. Una de las cosas extremas que te pasan en la adolescencia. A vos, a mi, a todos, podriamos estar muertos recontratranquilamente. Quiza da preguntarle, todavía la veo, pero me da pudor.Ella esta casada con su novio de entonces, igual que yo.Somos dos señoras grandes.
Doscientos ventidos patitos como respuesta a este recuerdo (gracias Blog Eterna Cadencia)
Doscientos veintidós patitos
Por Federico Falco.
Ella era joven y tomó una caja de fósforos para sacarles una a una las cabezas rojizas. Las pisó en un mortero e hizo una pasta y, después, una bolita. Miró la bolita apenas apoyada en la palma de su mano: pequeña, aunque un gran fuego, de detonarse. Ella creía que era profundamente infeliz, la bolita ahí, en la palma de su mano y ella misma, ahí, hermosa pero secreta, en ese pueblo. Por eso se tragó la bolita y sintió cómo se desgranaba en su garganta y se acostó larga en la cama y se durmió mientras lloraba. Ella pensaba, antes de dormirse, en su pobre madre, entrando en la mañana y en el intento vano de despertar a la hija muerta. Blanca, larga, ya todo habría pasado, en la mañana, y sin embargo no podía dejar de llorar. Pero en la mañana solo vomitó y dos ojeras grises debajo de los ojos, durante el día, fueron todo el rastro de su desdicha inacabada e inacabable.
Treinta años después se lo contó a sus hijos: ella, cuando era joven, había tomado una caja de fósforos y había intentado suicidarse. Había descabezado los fósforos y puesto, como burbujas, las doscientas veintidós cabezas en un mortero y las había triturado hasta formar una pasta y con la pasta una única burbuja densa y pesada y se había tragado la burbuja. Me la tragué, les dijo, y en la cama, toda la noche, toda la noche, esperé morirme mientras lloraba y me ganaba el sueño, que yo creí que era la muerte, hasta que al día siguiente desperté. Se rio un poco mientras se los contaba. Los hijos callaron. El marido calló. Los hijos eran cinco y ya grandes. Los dos mayores, una mujer y un varón, se habían casado y tenían sus propios hijos. Los otros traían a sus novias a cenar los martes en la noche o se tomaban fines de semana libres para viajar con ellas a las sierras, o a Mar del Plata en temporada baja. ¿Por qué nos contás esto ahora?, preguntó uno y ella no supo qué contestar, se encogió de hombros. Entonces sí, todos se rieron de la ingenuidad que su madre tenía a los quince años. Qué idea, dijeron, suicidarse con fósforos. Ella, mientras tanto, pensaba en lo estúpida que había sido: en el galpón trasero guardaban veneno para ratas, en el botiquín del baño había navajas de afeitar rápidas y afiladas. También, sino, hubiera podido meter la cabeza dentro del horno y abrir la llave.
No recordaba por qué había elegido los fósforos.
Cuando ya tenía muchos nietos y un día quedó viuda (su marido murió leyendo el diario, sentado en un silloncito de hierro, en el patio, un domingo), la hija menor recordó la escena: su madre temblando, las doscientas veintidós cabezas rojas deslizándose como un pequeño mar en el fondo curvo y blanco del mortero, la bolita mortal, etcétera. Recordó, también, la tarde en que ella se los había contado. Todos eran jóvenes y los tres menores todavía vivían en la casa, el padre acababa de jubilarse, los domingos a la tarde jugaban a los naipes y comían tortas recién horneadas. Su madre les había dicho que cuando era una quinceañera había intentado suicidarse. Se los dijo sin tener por qué, después de terminado un partido, y sirviéndose del plato una porción de bizcochuelo. La hija menor recordó esa tarde y dejó a los niños con la mujer que los cuidaba, sacó el auto del garage y manejó hasta la casa de su madre. La encontró mirando la novela.
¿Nos contaste porque de nuevo querías suicidarte?, preguntó la hija menor.
Sí, a lo mejor sí, contestó ella, que ahora era vieja, amable y sabia.
Después sonrió y hablaron de los nietos, de la niñera y de podar las rosas.
La hija, más tranquila, se despidió con un beso. Pasó por el almacén, compró leche, dos botellas de shampoo, una caja de saquitos de té. Volvió a su casa y encontró a sus niños peleando por el manejo del control remoto y a la niñera peleando, a su vez, con ellos.
Su madre murió tiempo después, de una bala perdida, una noche de año nuevo en que sacó una silla al patio para respirar aire fresco, cuando ya todos sus hijos y sus nietos se habían marchado y ella no lograba aún conciliar el sueño.
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