un cuento de Ballard sobre la propaganda, una reflexion sobre el lucro y la escritura.

Soy perito mercantil, y eso quiere decir que estudié materias contables. Se lo que es una actividad lucrativa. El lucro no es algo que permita ponderar éticamente la actividad. Una actividad puede ser no lucrativa y canalla y puede ser lucrativa y dignísima.
Escribo por placer, porque soy psicóloga y vivo de ello: Mi actividad profesional me brinda el lucro necesario para hacerme cargo de los costos económicos del vivir. Me encantarla que me paguen por escribir, me encantaría vender mi libro de poesía y con esa plata comprarme un chancho.
Me encantaría recibir lucro o ganancia por mi escritura, pero nunca intenté poner adsense que es el dispositivo que permite generar dinero a través de la ganancia que puede generar las entradas de lectores en el blog. No tengo nada contra la propaganda en blogues; los blogs amigos de tessa( tiene en sus barras laterales avisos publicitarios)  y de mario(que pone propaganda de cines y milanesas mezclados entre sus post) eligieron el camino del pequeño lucro que puede dar un blog.
Es màs por la via de lo virtual , mi hija difunde la venta de artesanales cupcakes y galletitas decoradas y  tortas de colores (dulces libelulas es el facebook, pueden entrar y comprar)


Sin embargo -y no soy un alma bella- la propaganda mixturada con la escritura de blogs me reverbera en malestar.Será quiza por que nunca voy a cobrar un mango por escribir una puta linea.
O tal vez que vivir en la sociedad de consumo cansa un poco.
Y hablando de propagandas  hoy me acordé del Hombre Subliminal. Y todo esto no es sino su introducción
.Ballard, entonces, y los monstruos de nuestro tiempo.

El hombre subliminal, /cuento (G.Ballard)

— ¡LAS SEÑALES, DOCTOR! ¿Ha visto las señales?
Frunciendo el ceño, el doctor Franklin aceleró el paso y bajó de prisa los peldaños del hospital en dirección a la hilera de autos estacionados. Por encima del hombro echó un vistazo a un hombre de sandalias rotas y jeans raídos y manchados que le hacía señas desde el otro lado de la carretera y echaba a correr cuando vio que Franklin trataba de esquivarlo.
— ¡Doctor Franklin! ¡Las señales!
Franklin bajó la cabeza y dejó pasar a una pareja de edad que se acercaba al consultorio de enfermos externos. El auto estaba a unos cien metros. Demasiado cansado para echar él también a correr, esperó a que el joven lo alcanzara.
— Está bien, Hathaway, ¿qué pasa ahora? -estalló irritado-. Ya estoy harto de que andes rondando por aquí todo el día.
Hathaway se detuvo bruscamente delante de Franklin, con el pelo negro y largo cayéndole en una cortina sobre los ojos. Se lo echó hacia atrás con una mano como una garra y sonrió con aspereza; parecía contento y había olvidado ya la hostilidad de Franklin.
— Estuve tratando de dar con usted anoche, doctor, pero su mujer siempre me cuelga el teléfono -explicó sin el más mínimo rencor, como si estuviera acostumbrado a esa clase de desaires-. Y no quería entrar en la clínica a buscarlo.
Estaban junto a un seto de ligustro que los ocultaba de las ventanas inferiores del principal edificio administrativo, pero los «rendez-vous» regulares de Franklin con Hathaway y sus extraños gritos mesiánicos siempre habían sido tema de comentarios divertidos.
Franklin empezó a decir:
— Considero que… -pero Hathaway no le prestó atención.
— Olvídese, doctor, están ocurriendo cosas más importantes. ¡Han empezado a construir las primeras señales grandes! De más de treinta metros de alto, en los refugios de la carretera que están justo en las afueras. Pronto habrán cubierto todos los caminos de acceso. Entonces podremos dejar de pensar.
— Lástima que tú pienses demasiado -le dijo Franklin-. Hace semanas que andas dando vueltas con esas señales. Dime, ¿has visto alguna funcionando?
Hathaway arrancó un puñado de hojas del seto, exasperado por esta impertinencia.
— Claro que no, ahí está la cosa, doctor. -Bajó la voz porque pasaba un grupo de enfermeras que lo vigilaban mirándolo de soslayo.- Las cuadrillas de peones estaban de nuevo anoche, tendiendo enormes cables eléctricos. Ya los verá cuando vaya a su casa. Está todo casi listo.
— Son señales de tránsito -explicó Franklin pacientemente-. El tendido ha quedado terminado. Hathaway, por el amor de Dios, descansa. Trata de pensar en Dora y la niña.
— ¡Estoy pensando en ellas! -La voz de Hathaway se elevó hasta convertirse en un chillido controlado.- Los cables eran líneas de 40.000 voltios, doctor, con tremendos interruptores. Los camiones estaban cargados de enormes andamios de metal. ¡Mañana empezarán a levantarlas en toda la ciudad, bloquearán la mitad del cielo! ¿Qué le parece cómo va a quedar Dora después de seis meses? ¡Tenemos que detenerlos, doctor, están tratando de transistorizarnos el cerebro!
Incomodado por los gritos agudos de Hathaway, Franklin había perdido por el momento el sentido de la orientación y buscaba inútilmente entre el mar de coches.
— Hathaway, no puedo perder más tiempo hablando contigo. Créeme, todavía necesitas cuidados, esas obsesiones están empezando a dominarte.
Hathaway empezó a protestar y Franklin alzó la mano derecha con firmeza.
— Escucha. Por última vez, si puedes mostrarme una de esas nuevas señales y probar que está transmitiendo órdenes subliminales, iré a la policía contigo. Pero no tienes la menor prueba, y lo sabes bien. Hace treinta años que se ha prohibido la publicidad subliminal y esas leyes nunca se anularon. De todos modos, la técnica era insatisfactoria y el éxito marginal. Tu idea de una inmensa conspiración con todos esos miles de señales gigantescas es ridícula.

— Está bien, doctor. -Los estados de ánimo de Hathaway parecían pasar bruscamente de un tono a otro. Se apoyó en el radiador de uno de los autos, y observó amistosamente a Franklin.- ¿Qué pasa, ha perdido el coche?
— Tus malditos gritos me han confundido. -Franklin sacó la llave de contacto y leyó el número de la matrícula:- NYN 299-566-367-21, ¿lo ves por alguna parte?
Hathaway miró alrededor perezosamente, apoyando una sandalia en un guardabarros y echando un vistazo al cuadrado de mil coches que tenían delante.
— Difícil, ¿verdad?, cuando todos son idénticos, incluso del mismo color. Hace treinta años había unos diez tipos diferentes, cada uno en una docena de colores.
Franklin descubrió su auto, echó a andar hacia él.
— Hace sesenta años había un centenar de modelos. ¿Qué ha pasado? Evidentemente hay que pagar un precio por las economías de la estandarización.
Hathaway tamborileó ligeramente con la palma en la capota.
— Pero estos coches no son baratos, doctor. En realidad, partiendo de una renta básica media y comparándolos con los de hace treinta años, son un cuarenta por ciento más caros. Si se produce un modelo único, cabe esperar una disminución sustanciosa del precio, no un aumento.
— Quizá -dijo Franklin, abriendo la portezuela-. Pero mecánicamente los coches de hoy son mucho más perfectos. Más livianos, más durables, de manejo más seguro.

Hathaway meneó la cabeza, escéptico.
— Me aburren. El mismo modelo, el mismo estilo, el mismo color, año tras año. Es una especie de comunismo. -Pasó un dedo engrasado por el parabrisas.- Éste es nuevo, ¿verdad, doctor? ¿Dónde está el viejo? ¿Sólo lo tuvo tres meses?
— Lo vendí -dijo Franklin, poniendo en marcha el motor-. Si alguna vez eres rico comprenderás que es la manera más económica de tener un coche: no andar siempre con el mismo hasta que se te hace pedazos. Lo mismo ocurre con todo lo demás: televisores, lavadoras, neveras. Pero tú no te planteas el problema, tú no tienes nada.

Hathaway pasó por alto la burla y apoyó el codo en la ventanilla de Franklin.
— No es una mala idea, doctor. Me deja tiempo para pensar. No trabajo doce horas diarias para pagar un montón de cosas que no puedo usar antes que se pasen de moda, pues estoy demasiado ocupado.
Hizo un saludo con la mano mientras Franklin daba marcha atrás y después gritó desgañitándose:
— ¡Conduzca con los ojos cerrados, doctor!

Para volver a su casa Franklin se mantuvo cuidadosamente en el carril de menor velocidad. Como de costumbre después de sus discusiones con Hathaway, se sentía vagamente deprimido. Comprendía que inconscientemente envidiaba la libertad de Hathaway. A pesar de la casa sucia y sin agua caliente, la falta de sol y el estruendo de un cruce elevado, a pesar de la mujer rezongona y de la hija enferma, y de los infinitos conflictos con el dueño de la casa y el administrador de créditos del supermercado, Hathaway seguía manteniéndose libre. Al abrigo de toda responsabilidad, podía resistir la más pequeña intrusión del resto de los hombres, aunque más no fuera engendrando fantasías obsesivas como esta última sobre la publicidad subliminal.

La capacidad de reaccionar a los estímulos, incluso irracionalmente, era un criterio válido de libertad. Por contraste, la libertad de Franklin era periférica, incisivamente limitada por las multifacéticas responsabilidades del centro de su vida: las tres hipotecas de la casa, las tandas obligatorias de cócteles y de reuniones para ver la TV, el consultorio privado que le ocupaba la mayor parte del sábado, con lo que pagaba las cuotas de multitud de aparatos domésticos, ropas y vacaciones pasadas. El único tiempo que tenía para él mismo era el que pasaba conduciendo de ida y vuelta al trabajo.

Pero por lo menos las carreteras eran magníficas. Podían hacerse muchas otras críticas a la sociedad de entonces, pero no había duda de que sabían construir carreteras. Carreteras de ocho, diez y doce carriles se entrecruzaban por todo el continente, bajando desde las calzadas suspendidas hasta los vastos parques de estacionamiento en el centro de las ciudades, o dividiéndose en las grandes arterias suburbanas que desembocaban en extensas plataformas alrededor de los centros comerciales. Las carreteras y los parques de estacionamiento cubrían más de un tercio de la superficie total, y en las cercanías de las ciudades la proporción era más alta. Las ciudades viejas estaban rodeadas por las vastas y asombrosas esculturas abstractas, cruces aéreos y formas de trébol, pero aun así la congestión era constante. Los quince kilómetros de camino eran en realidad cuarenta y le llevaban dos veces más tiempo que antes de haberse construido la autopista, pues la distancia adicional había aparecido junto con los tres gigantescos cruces aéreos. De los moteles, cafés y agencias de ventas de coches alrededor de los caminos nacían nuevos pueblos. Al menor atisbo de una intersección, se desparramaba un precario pueblo de casitas y estaciones de servicio, entre la selva de señales eléctricas e indicadores de dirección.
Alrededor los autos corrían como balas hacia los suburbios. Tranquilizado por la marcha suave del coche, Franklin se deslizó hacia el carril contiguo. Al acelerar de sesenta a ochenta kilómetros por hora, un ruido estridente y ensordecedor repiqueteó en los neumáticos, sacudiendo el chasis del auto. Como modo de asegurar la disciplina de la carretera, habían cubierto la superficie con hileras de pequeñas tachuelas de goma, cada vez más separadas en cada uno de los carriles, de modo que el zumbido del neumático resonara exactamente a los sesenta, ochenta, cien y ciento veinte kilómetros por hora. Conducir a una velocidad intermedia durante más de unos pocos segundos era fisiológicamente penoso y en seguida perjudicial para el auto y los neumáticos.
Cuando las tachuelas se gastaban eran sustituidas por otras algo distintas que se adecuaban a los últimos neumáticos, de modo que era necesario cambiar regularmente los neumáticos aumentando la seguridad y la eficacia de la autopista. También aumentaban los ingresos de los fabricantes de coches y neumáticos, pues el traqueteo constante hacía pedazos a casi todos los autos al cabo de seis meses, pero esto no parecía condenable, pues el mayor movimiento de las ventas reducía el precio unitario y exigía cambios más frecuentes de modelos, contribuyendo a desembarazar los caminos de vehículos peligrosos.

Al cabo de quinientos metros, al acercarse al primer trébol, la corriente del tránsito se hizo más lenta y unos enormes anuncios de la policía indicaban «Carriles cerrados» y «Velocidad máxima: quince kilómetros por hora». Franklin trató de volver al carril anterior, pero los coches estaban apiñados, y los paragolpes se tocaban unos con otros. Cuando el chasis empezó a vibrar y a estremecerse, sacudiéndole la columna vertebral, Franklin apretó los dientes y trató de contenerse para no hacer sonar la bocina. Otros conductores tenían menos dominio de sí mismos, y por todas partes los motores se encabritaban y gruñían y las bocinas vociferaban. Los impuestos de vialidad eran ahora tan altos, hasta el treinta por ciento de la renta (en cambio, los impuestos a la renta eran apenas el dos por ciento), que cualquier retardo en el tránsito exigía una investigación inmediata, y la administración de la red caminera estaba a cargo de los principales departamentos de Estado.

Cerca del trébol se habían cerrado los carriles para que una cuadrilla pudiera levantar una maciza señal de metal en un refugio para peatones. La zona, rodeada por una empalizada, hormigueaba de ingenieros y capataces, y Franklin supuso que ésa era la señal que Hathaway había visto descargar la noche anterior. La casa de Hathaway estaba en uno de los edificios de pacotilla que se desparramaban alrededor de un cruce aéreo cercano, zona de alquileres bajos habitada por personal de las estaciones de servicio, camareros y trabajadores migratorios.

La señal era enorme, de treinta metros de alto por lo menos, y exhibía unas pesadas parrillas cóncavas parecidas a radares. Incrustada en una serie de cubos de cemento, se levantaba en el aire por encima de los caminos de acceso, visible a kilómetros de distancia. Franklin estiró el pescuezo para ver las parrillas, arriba y siguió los cables eléctricos desde los transformadores hasta la intrincada confusión de rollos metálicos que cubrían la superficie. En lo alto del montante había un hilera de luces rojas ya encendidas, y Franklin supuso que la señal formaba parte del sistema terrestre de acceso al aeropuerto situado a quince kilómetros al este.

Tres minutos después, cuando aceleraba por el trecho recto de tres kilómetros hasta el trébol siguiente vio allá delante la segunda de las señales gigantes reluciendo en el cielo.
Mientras aminoraba para pasar al carril de sesenta kilómetros, Franklin contempló incómodo el gran bulto de la segunda señal que reaparecía en el espejo retrovisor. Aunque no había símbolos gráficos en los rollos de alambre que cubrían las parrillas, las advertencias de Hathaway le sonaban aún en los oídos. Sin saber porqué, tuvo la seguridad de que las señales no eran parte del sistema de acceso al aeropuerto. Ninguna de las dos tenía alguna relación con las principales pistas aéreas. El gasto de levantarlas en el centro de la carretera –la instalación de la segunda señal en el estrecho refugio exigía un complicado sistema de soportes esquinados- sólo podía justificarse si las torres tenían alguna relación con las corrientes de tránsito.

A unos doscientos metros había un mercado y Franklin recordó de pronto que necesitaba cigarrillos. Hizo virar el coche para tomar la rampa de entrada y se sumó a la cola que pasaba lentamente junto al distribuidor automático. El mercado estaba repleto de coches, y cada una de las cinco filas de compradores era una columna de hombres cansados, encaramada sobre ruedas.
Metiendo una moneda (el papel ya no circulaba, pues las máquinas no podían manejarlo) sacó una caja de cigarrillos. Era la única marca disponible -en realidad la única existente-, pero se podía optar por económicos paquetes gigantes. Al retirarse, Franklin abrió el compartimiento del tablero de dirección.
Dentro, todavía envueltas en papel, había otras tres cajas.

Cuando llegó, un fuerte olor a pescado que salía del horno de la cocina invadía la casa. Husmeando sin entusiasmo, Franklin se quitó el abrigo y el sombrero y encontró a Judith agachada sobre el televisor de la sala. Un anunciador estaba dictando una hilera de números, y Judith los garabateaba en un bloc de hojas, maldiciendo de vez en cuando, sin aliento.
— ¡Qué barullo! -estalló por fin-. Hablaba tan rápido que sólo pude anotar unas pocas cosas.
— Probablemente lo hacía a propósito -comentó Franklin-. ¿Un nuevo juego?
Judith lo besó en la mejilla, escondiendo discretamente el cenicero repleto de colillas de cigarrillos y papeles de chocolate.
— Hola, querido, lamento no haberte preparado un trago. Han empezado con esta serie de «Ofertas al paso». Te dan una selección de cosas con un noventa por ciento de descuento en las tiendas locales, si estás en el lugar que corresponde y tienes los números correctos. Todo sumamente complicado.
— Pero parece bien. ¿Qué has conseguido?
Judith revisó la lista.
— Bueno, por lo que veo, la única cosa es la parrilla giratoria de rayos infrarrojos. Pero tenemos que estar esta noche antes de las ocho. Y ya son las siete y media.
— Entonces no. Estoy cansado, tesoro, y necesito comer algo. -Cuando Judith empezó a protestar, añadió:-Mira, no quiero una nueva parrilla giratoria de rayos infrarrojos, hace sólo dos meses que tenemos ésta. Caramba, ni siquiera es un modelo diferente.
— Pero querido, no te das cuenta, resulta más barato si compras otra nueva. De todos modos, tendremos que vender la nuestra a fin de año, hemos firmado el contrato, y así ahorramos por lo menos veinte dólares. Estas «Ofertas al paso» no son paparruchas. Me he pasado el día entero pegada al televisor.
Había una nota de irritación en la voz de Judith, pero Franklin se mantuvo en sus trece, ignorando empecinadamente el reloj.
— Está bien, perdemos veinte dólares. Vale la pena. -Antes que ella pudiera replicar, dijo:- Por favor, Judith, además probablemente te equivocaste al anotar los números. -Ella se encogió de hombros y se dirigió al bar; Franklin le dijo:- Prepárame un trago fuerte. Veo que en el menú hay cosas sanas.
— Te hacen bien, querido. Ya sabes que no puedes comer comida corriente todos los días. No contiene ni proteínas ni vitaminas. Siempre dices que debemos ser como las gentes de los viejos tiempos que sólo comían alimentos sanos.
— Así es, pero huelen tan mal… -Franklin se tendió en la cama, la nariz en el vaso de whisky, contemplando la línea del horizonte que se oscurecía.
A medio kilómetro de distancia, brillando sobre el tejado del supermercado local, se encendían las cinco señales rojas. De tanto en tanto, cuando los focos de los que iban a las «Ofertas» barrían la fachada del edificio, veía el bulto macizo y cuadrado de la señal gigantesca recortándose claramente contra el cielo del crepúsculo.
— ¡Judith! -Fue a la cocina y llevó a la mujer a la ventana.- Esa señal, justo detrás del supermercado, ¿cuándo la instalaron?
— No sé. -Judith lo miró con curiosidad.- ¿Por qué estás tan preocupado, Robert? ¿No tiene que ver con el aeropuerto?
Franklin contempló fijamente, pensativo, el poste oscuro de la señal.
— Probablemente es lo que piensan todos.
Derramó cuidadosamente el whisky en el vertedero.

A las siete de la mañana siguiente, después de estacionar el auto en la explanada del supermercado, Franklin se vació cuidadosamente los bolsillos y amontonó las monedas en el cajón de la guantera. El supermercado ya estaba colmado de clientes madrugadores y los treinta torniquetes en hilera giraban golpeándose. Desde que se había introducido el «Día de 24 horas para comprar», el complejo comercial nunca estaba cerrado. La mayoría de los clientes eran compradores con descuento, amas de casa impelidas a adquirir un enorme volumen de alimentos, ropas y aparatos a cambio de considerables reducciones en el precio total, y obligadas a deambular todo el día de un supermercado a otro, tratando frenéticamente de mantener el ritmo de los propios planes de compra y atrapadas por los incentivos adicionales que alentaban el interés por esos planes.
Muchas de las mujeres se habían agrupado en la entrada, y mientras Franklin salía del supermercado una multitud se abalanzó hacia los coches, metiendo las facturas en los bolsos y gesticulando entre sí. Un momento más tarde, los coches rugían en convoy hasta el próximo centro comercial.
Un gran signo de neón sobre la entrada señalaba el último descuento: un cinco por ciento del volumen de las ventas. Los descuentos más altos, del veinticinco por ciento, se obtenían en los inmuebles donde vivían empleados de oficina. Allí el hecho del consumo era un poderoso incentivo social, y se estimulaba al mayor comprador premiándolo moralmente, y consignando los nombres de todos los clientes y la suma de los totales gastados en enormes anuncios eléctricos en los vestíbulos de los supermercados. El que más gastaba, más contribuía a los descuentos de que disfrutaban los demás. Los que gastaban menos eran considerados como criminales sociales, que se apoyaban en los hombros ajenos.
Afortunadamente este sistema aún no había sido adoptado en el barrio de Franklin. No porque los profesionales y sus mujeres fueran capaces de ser más morigerados sino porque los ingresos más altos les permitían comprometerse en los planes de compras más costosos de las grandes tiendas del centro.
A diez metros de la entrada Franklin se detuvo, mirando la enorme señal de metal instalada en un lugar cercado al borde del parque de estacionamiento. A diferencia de otras señales y avisos que proliferaban por todas partes, no se había hecho intento alguno de decorarla o de disimular el delgado y desnudo rectángulo de malla de acero. Los cables bajaban por los costados y la cicatriz del cable enterrado cruzaba la superficie de cemento del parque.
Franklin deambuló un rato por el parque, y a unos quince metros de la señal se detuvo y se volvió, dándose cuenta de que llegaría tarde al hospital y que necesitaba un nuevo paquete de cigarrillos. Un zumbido confuso pero poderoso emanaba de los transformadores situados debajo de la torre y se iba desvaneciendo a medida que Franklin volvía sus pasos en dirección al supermercado.
Al acercarse a los distribuidores automáticos del vestíbulo se arrepintió de haber cambiado de idea, y después silbó recordando por qué se había vaciado deliberadamente los bolsillos.

— ¡Aparato astuto! -dijo en voz lo bastante alta como para que dos compradores volvieran la cabeza.
Negándose a mirar directamente la señal, observó el reflejo de la torre en uno de los cristales, invirtiendo así el posible mensaje subliminal.
Era casi seguro que había recibido dos señales distintas: «Fuera de aquí» y «Compre cigarrillos». Las personas que estacionaban normalmente a lo largo del perímetro de la plataforma, escapaban al sector cercado, pues los coches describían a su alrededor un amplio semicírculo de quince metros.
Se dirigió al portero que barría el vestíbulo.
— ¿Para qué sirve la señal?
El hombre se apoyó en la escoba, alzando estúpidamente los ojos.
— No sé -dijo-, debe de tener alguna relación con el aeropuerto. -El hombre llevaba un cigarrillo recién encendido en la boca, pero su mano derecha buscó inconscientemente el bolsillo del muslo y sacó un paquete. Golpeó como ausente el segundo cigarrillo en la uña del pulgar mientras Franklin se iba.
Todos los que entraban en el supermercado compraban cigarrillos.

Mientras conducía tranquilamente por el carril de sesenta kilómetros, Franklin empezó a interesarse más en el paisaje que lo rodeaba.
Habitualmente estaba demasiado cansado o demasiado preocupado para hacer otra cosa que pensar en la conducción del auto, pero ahora examinaba la autopista metódicamente, observando los cafés de los costados del camino en busca de versiones más pequeñas de las nuevas señales. Una multitud de carteles de neón coronaban las puertas y ventanas, pero parecían casi todos inocuos, y Franklin estudió especialmente los paneles más grandes levantados a trechos a lo largo de la autopista. Muchos, de la altura de una casa de cuatro pisos, eran complicados aparatos tridimensionales en los que gigantescas amas de casa de piel reluciente, ojos y dientes eléctricos, se agitaban y extasiaban en torno a cocinas ideales, mientras las sonrisas estallaban en relámpagos de neón.

A cada lado de la autopista había una zona baldía, de sucesivos depósitos de chatarra, autos y camiones, lavadoras y neveras, todos perfectamente útiles pero desechados por la presión económica de las sucesivas olas de modelos con descuento. Las montañas de armazones y gabinetes cromados, empañados apenas, resplandecían al sol. Al acercarse al centro de la ciudad, los anuncios de publicidad estaban lo suficientemente juntos como para ocultar las torres, pero a veces, cuando aminoraba la marcha acercándose a uno de los cruces elevados, Franklin echaba un vistazo a las enormes pirámides de metal que resplandecían silenciosamente como los desechos de un El Dorado perdido.

Aquella tarde, cuando Franklin bajó las escaleras del hospital, Hathaway lo estaba esperando. Franklin lo saludó desde lejos, y se encaminó rápidamente hacia el coche.
— ¿Qué pasa, doctor? -le preguntó Hathaway mientras Franklin levantaba los cristales de las ventanillas y echaba un vistazo a las hileras de coches estacionados-. ¿Alguien lo está buscando?
Franklin rió, sombrío.
— No sé. Espero que no, pero si lo que dices es cierto, supongo que sí.

Hathaway se inclinó con una risita, encajando una rodilla en el tablero.
— Así que al fin ha visto algo, doctor.
— Bueno, todavía no estoy seguro, pero hay una posibilidad de que tengas razón. Esta mañana, en el supermercado de Fairlawne… -Se interrumpió, recordando con desazón la enorme señal desnuda y la forma brusca en que había vuelto al supermercado al acercarse a la torre.
Hathaway asintió lentamente.
— He visto aquí la señal. Es grande, pero no tanto como una que están instalando. La están construyendo por allá para toda la ciudad. ¿Qué va a hacer, doctor?
Franklin aferró con fuerza el volante. La burla apenas velada de Hathaway le irritaba.
— Nada, por supuesto. Caramba, quizá sea autosugestión, quizá me has hecho imaginar…
Hathaway se levantó con un movimiento brusco, la cara arrebatada y hosca.
— ¡No sea absurdo, doctor! Si no cree en sus propios sentidos, ¿qué posibilidad le queda? ¡Le están invadiendo la mente; si no se defiende, lo dominarán de veras! Tenemos que hacer algo ahora, antes que estemos todos paralizados.
Fatigado, Franklin alzó una mano.
— Un minuto. Aceptemos que esas señales se estén levantando en todas partes, ¿cuál sería su objeto? Aparte de desperdiciar el enorme monto de capital invertido en todos los otros millones de señales y carteles, las sumas de poder adquisitivo discrecional aún disponibles han de ser infinitesimales. Algunas de las hipotecas y de los planes de ventas con descuento vencen dentro de medio siglo, de modo que no debe quedar mucho por aprovechar. Una gran guerra comercial sería desastrosa.
— Muy bien, doctor -replicó Hathaway suavemente-, pero usted olvida algo. ¿Qué es lo que proporcionaría esa capacidad extra adquisitiva?
Un considerable aumento de la producción. Ya han aumentado la jornada de trabajo de doce horas a catorce. En algunas de las fábricas de accesorios que rodean la ciudad, se está implantando como norma el trabajo de los domingos. ¿Es capaz de imaginárselo, doctor: una semana de siete días, y todos los hombres con tres empleos por lo menos?

Franklin meneó la cabeza.
— La gente no lo aguantaría.
— Lo aguantará. En los últimos veinticinco años el producto nacional bruto ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero también ha aumentado el promedio de horas de trabajo. Al final, todos estaremos trabajando y gastando veinticuatro horas por día, durante los siete días de la semana. Nadie se atreverá a negarse. Imagínese qué crisis se produciría: millones de desocupados, gentes con tiempo en las manos y nada en qué emplearlo. Verdadero ocio, no tiempo para gastar dinero comprando cosas. -Tomó a Franklin del hombro.- Bueno, doctor, ¿se va a unir a mí?
Franklin se soltó. A un kilómetro de distancia, en parte oculta por el edificio de cuatro pisos del Departamento de Patología, asomaba la mitad superior de una torre, con los obreros todavía trepados entre las vigas. Las rutas aéreas habían sido desviadas deliberadamente del hospital, y la torre, era evidente, no tenía nada que ver con la cercanía del aeropuerto.
— ¿Acaso lo subliminal no está prohibido? ¿Cómo pueden aceptar esto los sindicatos?
— El miedo a una crisis. Usted conoce los nuevos dogmas económicos. Si la producción no aumenta en un constante cinco por ciento inflacionario, la economía se estanca. Hace diez años una mayor eficacia bastaba para elevar la producción pero ahora sólo queda una cosa: trabajar más. El mayor consumo y la publicidad subliminal serán el acicate.

— ¿Qué piensas hacer?
— No se lo puedo decir, doctor, a menos que usted acepte igualdad de responsabilidades.
— Parece bastante quijotesco -comentó Franklin-. Batallas contra molinos de viento. No podrás cortar esas cosas con un hacha.
— No lo intentaría. -De pronto Hathaway desistió y abrió la puerta.- No espere demasiado para decidirse, doctor. En ese entonces quizá no pueda echarse atrás.
Hathaway se despidió con un gesto.

En el camino a su casa, Franklin se sintió otra vez escéptico. La idea de la conspiración era ridícula y los argumentos económicos, demasiado verosímiles. Pero como de costumbre, había un anzuelo en el leve señuelo que le mostraba Hathaway: el trabajo del domingo. Las horas de consulta de Franklin se habían extendido al domingo por la mañana, al ser nombrado médico visitante de una de las fábricas de automóviles que habían iniciado turnos los domingos. Pero en lugar de sentirse afectado por esta incursión en sus ya magras horas de ocio, se había alegrado. Por una razón aterradora: necesitaba ingresos extraordinarios.
Mirando las filas de autos en fuga, observó que habían levantado por lo menos una docena de grandes señales a lo largo de la carretera.
Como había dicho Hathaway, se estaban erigiendo otras en todas partes, junto a los supermercados, como velas de metal herrumbradas.

Judith estaba en la cocina mirando el programa en el televisor portátil. Franklin pasó por encima de una gran caja de cartón, todavía sin abrir, que bloqueaba la entrada, y la besó en la mejilla mientras Judith garabateaba números en su anotador. El agradable olor del pollo rostizado, o más bien, de un falso pollo de gelatina con el sabor exacto y libre de propiedades tóxicas o nutritivas, calmó la irritación que le producía encontrarla jugando aún a las «Ofertas al paso».
Tocó la caja con el pie.
— ¿Qué es esto?
— No tengo idea, querido, siempre llega algo, no puedo estar al tanto de todo.
A través de la puerta de vidrio, Judith miró el pollo: barato, seis kilos de peso, el tamaño de un pavo, con patas y alas estilizadas y una enorme pechuga que se quedaría casi entera al final de la comida (no había ni perros ni gatos en aquellos tiempos, y nadie recogía los mendrugos de la mesa de los ricos) y luego lo miró inintencionadamente.
— Pareces bastante preocupado, Robert. ¿Mal día?
Franklin murmuró algo poco claro. Las horas pasadas tratando de descubrir falsos indicios en las caras de los anunciadores de las «Ofertas al paso» habían afilado la percepción de Judith, y Franklin sintió un arrebato de simpatía por la legión de hombres que vivían ahora casados con mujeres semejantes.

— ¿Has estado hablando de nuevo con ese beatnik loco?
— ¿Hathaway? En realidad, sí. Y no me parece tan loco. -Retrocedió y pisó la caja, volcando casi el vaso.-Bueno, ¿qué es? Como trabajaré los próximos cincuenta domingos para pagarlo, me gustaría saberlo.
Buscando los costados, localizó por último el rótulo.
— ¿Un televisor? Judith, ¿necesitamos otro? Ya tenemos tres. El de la sala, el del comedor y el portátil. ¿Para dónde es el cuarto?
— Para la habitación de huéspedes, querido, no te pongas tan nervioso. No podemos dejar uno portátil en el cuarto de huéspedes, no es elegante. Estoy tratando de economizar, pero cuatro televisores son apenas el mínimo. Todas las revistas lo dicen.

— ¿Y tres radios? -Franklin contemplaba irritado la caja.- Si invitamos a un huésped, ¿cuánto tiempo se pasará solo en su cuarto mirando la televisión? Judith, tenemos que ponernos un límite. Estas cosas no son gratuitas, ni siquiera baratas. Y de todos modos, la televisión es una total pérdida de tiempo. Hay un solo programa. Es ridículo tener cuatro televisores.
— Robert, hay cuatro canales.
— Pero sólo los anuncios son diferentes.
Antes que Judith pudiera responder, sonó el teléfono. Franklin levantó el auricular y escuchó la cascada de palabras. Al principio se preguntó si sería alguna de esas formas prestigiosas de publicidad no tradicional; luego comprendió que era Hathaway, presa de una agitación maníaca.
— ¡Hathaway! -gritó-. ¡Tranquilízate, hombre! ¿Qué te pasa ahora?
— Doctor, esta vez tiene que creerme. Escuche: fui a uno de los refugios con un estroboscopio. Tienen cientos de obturadores de alta velocidad dirigidos a la cara de las gentes, y nadie puede ver nada, ¡es fantástico! La próxima gran campaña será de coches y televisores; están tratando de lanzar un plan de cambio de modelo cada dos meses. ¿Se lo imagina, doctor, un coche nuevo cada dos meses? Dios bendito, es como para…
Franklin esperó con impaciencia a que se interrumpiera el corte comercial de cinco segundos (todas las llamadas eran gratuitas, y la duración de los avisos comerciales dependía del radio de alcance; para las llamadas a larga distancia, la proporción de los avisos con respecto a la conversación era de 10 a i, y los participantes trataban desesperadamente de meter una palabra de pasada, entre las interrupciones interminables), pero justo antes de que terminara, colgó bruscamente el auricular y luego lo alzó otra vez.
Judith se acercó y lo tomó del brazo.
— Robert, ¿qué pasa? Pareces terriblemente inquieto.
Franklin recogió el vaso y caminó por la sala.
— Es ese Hathaway. Como tú dices, me estoy dejando arrastrar un poco por él. Empieza a trastornarme.
Miró el contorno oscuro de la señal sobre el supermercado; las luces rojas de advertencia brillaban en el cielo nocturno. Lo que más aterraba a Hathaway era el total anonimato de la torre, desnuda y sin nombre, como un sector clausurado para siempre en la mente de un loco.
— Y sin embargo no estoy seguro -murmuró-. Hathaway dice tantas cosas sin sentido… Esas técnicas subliminales son el tipo de recurso desesperado que cabe esperar de un sistema industrial supercapitalizado.
Esperó a que Judith contestara y entonces la miró. Ella estaba en el centro de la alfombra, las manos entrelazadas flojamente, la cara aguda, inteligente, ahora apagada y obtusa. Franklin siguió la mirada de Judith por encima de los tejados y luego, con un esfuerzo, volvió la cabeza y encendió rápidamente el televisor. -Vamos -dijo de mal humor-. Miremos la televisión. Diablos, vamos a necesitar ese cuarto aparato.

Una semana más tarde Franklin inició el inventario. No sabía nada de Hathaway; al salir del hospital por la tarde, notaba la ausencia de aquella descuidada figura familiar. Cuando la primera de las explosiones sonó débilmente en la ciudad y leyó sobre los atentados contra las señales, supuso automáticamente que Hathaway era el autor, pero más tarde escuchó en un noticiario que las detonaciones eran obra de unos trabajadores de la construcción que excavaban cimientos.
Aparecieron más señales sobre los tejados, aisladas en los refugios, cerca de los centros comerciales suburbanos. Había ya más de treinta en el camino de quince kilómetros desde el hospital, instaladas lado contra lado como gigantescas fichas de dominó abriéndose sobre los autos que pasaban. Franklin no se resistía ya a mirar las señales, pero la remota posibilidad de que las explosiones pudieran ser el contraataque de Hathaway lo mantenía despierto y alerta. Empezó el inventario después de escuchar el noticiario y descubrió que la quincena anterior él y Judith habían comprado:
                                                     Un auto (modelo anterior 2 meses)
                                                     Dos televisores (4 meses)
                                                     Una cortadora de césped (7 meses)
                                                     Una cocina eléctrica (5 meses)
                                                     Un secador de pelo (4 meses)
                                                     Una nevera (3 meses)
                                                     Dos radios (7 meses)
                                                     Un tocadiscos (5 meses)
                                                     Un bar (8 meses)

La mitad de esas compras las había hecho él mismo pero cuándo, exactamente, era incapaz de recordarlo.
El auto, por ejemplo, lo había dejado en el garaje cerca del hospital para que lo engrasaran; esa noche había firmado para el nuevo modelo, sentado al volante, aceptando la afirmación del vendedor de que la devaluación en dos meses era virtualmente inferior al costo del engrase. Diez minutos después, mientras corría por la autopista, comprendió de pronto que había comprado un nuevo coche. Análogamente, los televisores habían sido sustituidos por modelos idénticos después de que apareciera la misma serie irritante de interferencias (era curioso que en los nuevos televisores apareciesen también, a ratos; pero como les aseguró el vendedor, desaparecieron rápidamente dos días después).
En realidad ni una sola vez había resuelto que quería algo, por voluntad propia, yendo luego a un comercio a comprarlo.
Franklin llevaba el inventario consigo, añadiendo lo que fuera necesario, analizando tranquilamente y sin protestar estas nuevas técnicas de venta, preguntándose si la capitulación total no sería la única manera de derrotarlas. Mientras conservara un ápice de resistencia, la curva de incremento inflacionario reflejaría un aumento anual controlado del diez por ciento. Pero suprimida esa resistencia, empezaría a subir vertiginosamente, por falta de control…

Volviendo del hospital dos meses más tarde, vio la señal.
Franklin estaba en el carril de sesenta kilómetros por hora, incapaz de seguir el ritmo de la corriente de autos nuevos, y acababa de pasar el segundo de los tres tréboles cuando un kilómetro más allá la circulación empezó a aminorar. Había cientos de autos detenidos en el borde de césped y en torno a una de las señales se estaba reuniendo una verdadera multitud. Dos figuritas negras trepaban por la superficie de metal, y unas enormes parrillas de luz se encendían y se apagaban, iluminando el aire de la tarde. Los dibujos eran azarosos y quebrados, como si estuvieran probando la señal por primera vez.
Aliviado, sintiendo que las sospechas de Hathaway no habían tenido ningún fundamento, rodeó el suave montículo, luego caminó entre los espectadores mientras las luces titilaban y tartamudeaban en sus caras. Abajo, detrás de la empalizada de acero que rodeaba el refugio, había un grupo numeroso de policías e ingenieros mirando a los hombres que escalaban la señal a treinta metros de altura.
De pronto Franklin se detuvo y aquel sentimiento de alivio se desvaneció en él instantáneamente. Estremeciéndose, vio que varios de los policías estaban armados con pistolas y que los dos que trepaban por la señal llevaban unas ametralladoras al hombro. Los dos convergían hacia una tercera figura, encaramada junto a un conmutador de la penúltima fila, un hombre barbudo y harapiento, de camisa mugrienta y un par de jeans agujereados por donde asomaba una rodilla.

¡Hathaway!
Franklin corrió hacia el refugio, mientras la señal silbaba y chisporroteaba y los fusibles saltaban por docenas.
Entonces el aleteo de luces empezó a ralear y a calmarse, brillando continuamente y la multitud entera miró los carteles de letras brillantes.
Las frases y todas sus combinaciones posibles eran absolutamente familiares, y Franklin supo que las había estado leyendo inconscientemente durante semanas mientras iba y volvía por la carretera.

COMPRE AHORA COMPRE AHORA COMPRE AHORA COMPRE AHORA COMPRE AHORA
AUTO NUEVO AHORA AUTO NUEVO AHORA AUTO NUEVO AHORA SI SI SI SI SI SI SI SI SI SI SI

Las sirenas bramaron, los coches patrulleros salieron bamboleándose del camino y se metieron entre la multitud, zambulléndose en el césped húmedo. Por las puertas se desparramaron los policías, cachiporras en mano, e hicieron retroceder rápidamente a la multitud. Franklin se mantuvo firme, y cuando se acercaron empezó a decir:
— Oficial, yo conozco a ese hombre… -pero el policía le dio un golpe en el pecho con la palma de la mano. Encorvándose, Franklin retrocedió tropezando entre los coches, se apoyó inútilmente contra un guardabarros mientras la policía empezaba a romper los parabrisas, y los desventurados conductores protestaban enojados y los que estaban más atrás corrían a sus vehículos.
El ruido cesó bruscamente cuando una de las ametralladoras disparó una breve descarga atronadora. Luego hubo una exclamación general de horror; Hathaway, los brazos tendidos, profería un grito de triunfo y de dolor, y saltaba al aire.

— Pero Robert, ¿qué pasa realmente? -preguntó Judith a la mañana siguiente, al ver a Franklin sentado, inerte en la sala-. Sé que es una tragedia para la mujer y la niña, pero Hathaway era un obseso. Si tanto detestaba los carteles de publicidad, ¿por qué no dinamitó los que podemos ver, en lugar de molestarse tanto por los que no vemos?

Franklin contemplaba la pantalla del televisor, esperando que el programa pudiera distraerlo.
— Hathaway tenía razón -dijo sencillamente.
— ¿Ah sí? La publicidad está donde está. De todas maneras no hay verdadera libertad de elección. No podemos gastar más de lo que tenemos; las compañías financieras aprietan en seguida el torniquete.
— ¿Y tú lo aceptas así?

Franklin se acercó a la ventana. A medio kilómetro, en el centro del barrio, se levantaba ya otra señal. Apuntaba al este, y a la luz primera de la mañana, las sombras de la superestructura rectangular caían a través del jardín, llegando casi a los umbrales de las puertas ventanas. Como concesión al vecindario y quizá para aquietar por ahora toda sospecha, mientras, halagando a los pequeños esnobs, unos paneles en falso estilo Tudor cubrían las secciones inferiores.

Franklin la contemplaba atontado, contando la media docena de policías instalados junto a los autos, mientras la cuadrilla de peones descargaba las parrillas prefabricadas de un par de camiones. Luego miró la señal junto al supermercado, tratando de no pensar en Hathaway y aquellas patéticas llamadas de auxilio.

Todavía estaba allí de pie una hora más tarde cuando Judith llegó, poniéndose el sombrero y el abrigo, lista para visitar el supermercado.
Franklin la siguió hasta la puerta.
— Te llevaré hasta allí, Judith -dijo con una voz inexpresiva, muerta-. Tenemos que reservar un nuevo auto. Los próximos modelos salen a fin de mes. Si tenemos suerte, quizá nos den uno de la primera entrega.

Caminaron por el cuidado sendero. Las sombras de las grandes señales se movían por la quieta vecindad a medida que avanzaba el día, pasando sobre las cabezas de las gentes que iban al supermercado como las hojas oscuras de unas enormes guadañas.







Comentarios

Moscón ha dicho que…
La alienación a la que nos empuja el sistema para que este sobreviva,diluyendo al individuo,achatándolo,que responda al reflejo condicionado.
Pero Hataway la tenía clara.
A el no le habían chupado el cerebro.
Ahora el cuento hasta parece cándido,de cuando fue escrito(por como describe un futuro desde lo que había en la década del 50/60)mantiene cierta inocencia con las formas y acierta con el rasgo mas duro:la crueldad cuando al sistema se le desnuda.
Cualquier parecido con el capitalismo al palo es pura y exclusiva intención del autor.
vodka ha dicho que…
gracias Moscon por leerlo: Cuando posteo cosas tan largas siempre pienso que nadie las leera. Y ese empecinamiento mio de ponerles una introducciòn ¡horrible costumbre! Todo lo que dice ud es verdad. La fecha de escritura del cuento es de los 60,efectivamente . Lei que humberto Eco dijo que
que los autores de ciencia-ficción son una mezcla entre
científicos imprudentes y moralistas preocupados por el devenir de la humanidad, que
buscan prevenirnos sobre futuros aterradoramente posibles.

asi es.
Moscón ha dicho que…
una cosa mas,Franklin,apellido que aparece en los billetes de u$ 100,apellido de uno de los fundadores de yanquilandia(un científico,periodista y una bocha de cosas mas),y el personaje quizás sea un descendiente que sufre lo que empezó su antepasado.Irónico.

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