ni el tiro del final Un cuento de la otra.
- Masticar cardo
mariano y tragar el pastiche de semilla y saliva. En ayunas, agrega.
La viejita parece saber, me receta mirándome de arriba para abajo, sin atender a las reglas de cortesía, que implican que nadie te puede decir que tomes algo sin que lo conozcas o al menos le preguntes, solo porque lo veas llorando. Se sentó al lado mio en la plaza, que siempre estarán remodelando. Yo lloraba sin ruido y nadie nunca podrá hacer que Constitución luzca decente.
Conozco la zona, cerca, en una calle llena de peruanos que se enredaron (vaya a saber por que) con el curro de la telefonía, dominicanas con un culo enorme y hermoso que disputan las veredas a los travas y gente pobre en general, existe una casa tradicional que vende yuyos. Frente a la feria.
Mientras la buscaba me detuvo el olor a verde seco que salía del negocio, oscuro y viejo Y en la vidriera, letras doradas no hechas en computadora, sino fileteadas con oro de verdad, por un letrista no aficionado. Herboristería. Era ahí.
Pregunté para que servía el cardo mariano, y la vendedora dijo que depuraba el hígado, como si fuera obvio que yo necesitaba eso, entre muchas otras cosas. Un trabajo decente. Alguien que me amara. Dejar de chupar. Una vida. Que no me rajen del trabajo, por ej.
Ambas, la viejita recetadora y la vendedora de tes sabían algo de mi, que yo no, que mi cuerpo pedía pista.
Me había enterado esa misma mañana que me rescindieron el contrato, junto a otros doscientos y se había armado la primera asamblea en la puerta de Ingeniero Huergo para trazar las acciones a seguir. Los troskos parecian en orgasmo permanente, las mujeres hacían bardo, como si ellas fueran las únicas que tenían hijos y muchos de nosotros estábamos como si se hubieran caído las torres gemelas arriba de nuestros huevos. El ruido de los bombos daba dolor de cabeza Yo le dije a Gómez que me iba al baño del café de a la vuelta, pero me subí al 4, ni bien lo vi venir. Mi autocompasión superaba cualquier estrategia colectiva. Y eso iría para largo.
Una hora después estaba arrugando los flyers del sindicato mientras contaba la plata para pagar las semillas. Cuarenta mangos.
Me metí en un bar.
Tengo que dejar de tomar, pensaba, mientras me tomaba mi primer vino tinto de la casa, y eran las once de la mañana y como no tenía nada en la barriga, le pedí al pibe del Tren Mixto, que me trajera una porción de muzza. La muzzarella recalentada pareciá cartón, y la piza estaba inflada de aceite y chorreaba hacia los costados, y yo supe instintivamente que eso no era oliva de primera prensión. Sacando la promo piza mas vaso de vino me quedarian 200 pesos hasta el lunes, donde me depositarían el mes y quizá -no lo sabía-. algo de indemnización. Igual tenía un contrato de mierda.
El vino me calmó la preocupación. Y estaba mi vieja, que siempre podía tirarme una mano, porque la sangre tira.
El vino sabía agrio y un poco tibio, así que pedí otro vaso, pero que me trajeran hielo. El segundo vino hizo que la perdida de trabajo quedara lejos, como unas vacaciones en Necochea, cuando tenia 13 y pensaba en ser tan bueno como Romario. Igual de lejos
Nadie te mira en el Tren Mixto, pero yo miraba: una familia de dos mujeres de la misma edad, con tres pibes chicos comiendo panchos con papitas fritas y compartiendo dos mirindas. Una pareja imposible de una mujer de sesenta años con un muchacho con pinta de albañil que no debería pasar los venticinco; ella lo miraba con lascivia, pero él no la miraba, simplemente esperaba que pasara el tiempo. Hombres solos. Gente que no parecía apurada. Hay algo vil en las estaciones terminales de Buenos Aires. Once, Retiro, Constitución, Chacarita. El tren es barato y la palabra terminal es engañosa, nadie termina, solo están de paso.
El hielo aguaba el vino, y la pizza me cayo tan mal como los pronosticos deparaban cuando la vi venir. Me cayó peor que la noticia de la pérdida del empleo.
Me fui al baño, que tenía 36 grados, por la proximidad con los hornos. Un espejo roto, una piletita con sarro del año 50. y un inodoro que necesitaba ser cambiado. Sin embargo estaba limpio muy por arriba todo. Al entrar me crucé con el pibe que lo había ido a limpiar. Ese tenía un trabajo más mierda que el mio. Bah, ese tenía trabajo.
Los vahos del pinolux me daban arcadas: era el hígado, seguro. O tal vez, era que vos me habías dejado hace tres meses y te habías llevado todas las cosas buenas.
Me puse a fotografiar con el celular, las indecencias de la puerta del baño. Avisos gay, dibujos infantiles de miembros viriles, y de conchas. Mucha soledad, mucha bronca en esos grafitis. Mucha ira, incluso. Nada de amor y casi nada de gracia.
Al salir -la nausea me impidió siquiera hacer pis- pedí la cuenta y otro vino.
En el bolsillo de la campera apreté la bolsita con semillas de cardo mariano. Busqué la sube. Poco mas de cien pesos, ahora.
Me gustó el pequeño frio del otoño al cruzar hacia la estación. Evadí tipos con caras de pungas, no fuera que me bolsiqueen el ultimo billete con la cara de Evita. Todas las mujeres parecían ser mujeres bolivianas con sus atos de cosas (juguitos, limones, botellitas de no se que), todos los chicos, chicos de la calle que se ríen, aun,gracias a Dios, y el resto, personas que van al sur, como yo.
No saqué boleto, a pesar de que me quedaba crédito en la sube, no había chancho, y me fui para casa en el nuevo tren de randazzo, vacio por la hora pensando en dejarme de joder de una buena puta vez. Mi celular sonaba. No lo atendí. Luego el guasap. Gomez que me decía "boludo, donde te metiste?"-
La viejita parece saber, me receta mirándome de arriba para abajo, sin atender a las reglas de cortesía, que implican que nadie te puede decir que tomes algo sin que lo conozcas o al menos le preguntes, solo porque lo veas llorando. Se sentó al lado mio en la plaza, que siempre estarán remodelando. Yo lloraba sin ruido y nadie nunca podrá hacer que Constitución luzca decente.
Conozco la zona, cerca, en una calle llena de peruanos que se enredaron (vaya a saber por que) con el curro de la telefonía, dominicanas con un culo enorme y hermoso que disputan las veredas a los travas y gente pobre en general, existe una casa tradicional que vende yuyos. Frente a la feria.
Mientras la buscaba me detuvo el olor a verde seco que salía del negocio, oscuro y viejo Y en la vidriera, letras doradas no hechas en computadora, sino fileteadas con oro de verdad, por un letrista no aficionado. Herboristería. Era ahí.
Pregunté para que servía el cardo mariano, y la vendedora dijo que depuraba el hígado, como si fuera obvio que yo necesitaba eso, entre muchas otras cosas. Un trabajo decente. Alguien que me amara. Dejar de chupar. Una vida. Que no me rajen del trabajo, por ej.
Ambas, la viejita recetadora y la vendedora de tes sabían algo de mi, que yo no, que mi cuerpo pedía pista.
Me había enterado esa misma mañana que me rescindieron el contrato, junto a otros doscientos y se había armado la primera asamblea en la puerta de Ingeniero Huergo para trazar las acciones a seguir. Los troskos parecian en orgasmo permanente, las mujeres hacían bardo, como si ellas fueran las únicas que tenían hijos y muchos de nosotros estábamos como si se hubieran caído las torres gemelas arriba de nuestros huevos. El ruido de los bombos daba dolor de cabeza Yo le dije a Gómez que me iba al baño del café de a la vuelta, pero me subí al 4, ni bien lo vi venir. Mi autocompasión superaba cualquier estrategia colectiva. Y eso iría para largo.
Una hora después estaba arrugando los flyers del sindicato mientras contaba la plata para pagar las semillas. Cuarenta mangos.
Me metí en un bar.
Tengo que dejar de tomar, pensaba, mientras me tomaba mi primer vino tinto de la casa, y eran las once de la mañana y como no tenía nada en la barriga, le pedí al pibe del Tren Mixto, que me trajera una porción de muzza. La muzzarella recalentada pareciá cartón, y la piza estaba inflada de aceite y chorreaba hacia los costados, y yo supe instintivamente que eso no era oliva de primera prensión. Sacando la promo piza mas vaso de vino me quedarian 200 pesos hasta el lunes, donde me depositarían el mes y quizá -no lo sabía-. algo de indemnización. Igual tenía un contrato de mierda.
El vino me calmó la preocupación. Y estaba mi vieja, que siempre podía tirarme una mano, porque la sangre tira.
El vino sabía agrio y un poco tibio, así que pedí otro vaso, pero que me trajeran hielo. El segundo vino hizo que la perdida de trabajo quedara lejos, como unas vacaciones en Necochea, cuando tenia 13 y pensaba en ser tan bueno como Romario. Igual de lejos
Nadie te mira en el Tren Mixto, pero yo miraba: una familia de dos mujeres de la misma edad, con tres pibes chicos comiendo panchos con papitas fritas y compartiendo dos mirindas. Una pareja imposible de una mujer de sesenta años con un muchacho con pinta de albañil que no debería pasar los venticinco; ella lo miraba con lascivia, pero él no la miraba, simplemente esperaba que pasara el tiempo. Hombres solos. Gente que no parecía apurada. Hay algo vil en las estaciones terminales de Buenos Aires. Once, Retiro, Constitución, Chacarita. El tren es barato y la palabra terminal es engañosa, nadie termina, solo están de paso.
El hielo aguaba el vino, y la pizza me cayo tan mal como los pronosticos deparaban cuando la vi venir. Me cayó peor que la noticia de la pérdida del empleo.
Me fui al baño, que tenía 36 grados, por la proximidad con los hornos. Un espejo roto, una piletita con sarro del año 50. y un inodoro que necesitaba ser cambiado. Sin embargo estaba limpio muy por arriba todo. Al entrar me crucé con el pibe que lo había ido a limpiar. Ese tenía un trabajo más mierda que el mio. Bah, ese tenía trabajo.
Los vahos del pinolux me daban arcadas: era el hígado, seguro. O tal vez, era que vos me habías dejado hace tres meses y te habías llevado todas las cosas buenas.
Me puse a fotografiar con el celular, las indecencias de la puerta del baño. Avisos gay, dibujos infantiles de miembros viriles, y de conchas. Mucha soledad, mucha bronca en esos grafitis. Mucha ira, incluso. Nada de amor y casi nada de gracia.
Al salir -la nausea me impidió siquiera hacer pis- pedí la cuenta y otro vino.
En el bolsillo de la campera apreté la bolsita con semillas de cardo mariano. Busqué la sube. Poco mas de cien pesos, ahora.
Me gustó el pequeño frio del otoño al cruzar hacia la estación. Evadí tipos con caras de pungas, no fuera que me bolsiqueen el ultimo billete con la cara de Evita. Todas las mujeres parecían ser mujeres bolivianas con sus atos de cosas (juguitos, limones, botellitas de no se que), todos los chicos, chicos de la calle que se ríen, aun,gracias a Dios, y el resto, personas que van al sur, como yo.
No saqué boleto, a pesar de que me quedaba crédito en la sube, no había chancho, y me fui para casa en el nuevo tren de randazzo, vacio por la hora pensando en dejarme de joder de una buena puta vez. Mi celular sonaba. No lo atendí. Luego el guasap. Gomez que me decía "boludo, donde te metiste?"-
Afuera Gerli simulaba descampado.
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