Andruetto por dos.
Dos mujeres en la misma semana me mandan leer a Maria Teresa Andruetto, contemporanea.
Yo me imprimo el cuento y se los presto a uds.
Yo me imprimo el cuento y se los presto a uds.
Todo movimiento
es cacería
María Teresa
Andruetto
el universo es un oscuro
claro
andante bosque/ donde
todo
movimiento es cacería.
Amelia Biagioni.
Diana había redactado el aviso cuatro
noches atrás, mientras Galia decoraba la casa y Verena diseñaba los detalles
del menú. Desde el comienzo fue así: Verena
se ocupaba de los asuntos de cocina y de la maceración de las carnes con
adobos y pesadumbres que había aprendido a preparar en las Misiones Africanas.
También Galia colaboraba a veces en la preparación de los platos, aunque no del
plato fuerte; con ése sólo se animaba Verena, que había estado en Boca do Acre
y a orillas del río Das Mortes y llegó una vez hasta Niamey para aprender entre
salvajes -casi muerta bajo el sol- a condimentar carnes de caza.
Galia había vivido algunas temporadas en
Matadi, Katanga y Port Etienne. Diana, en cambio, sólo había realizado en una
ocasión un crucero por Molucas y -ya embarcada en el proyecto- recorrió
Tricomalee y Calamianes con el propósito de perfeccionarse en modos de acceso a
la presa; pero ninguna aprendió a cocinar como Verena. Eso, la habilidad que
Verena desplegaba en la cocina, llevó a Diana a ocuparse de las relaciones
públicas y las cuestiones de la caza intensa, febril- e hizo que Galia, que
tenía un gusto refinado y estaba emparentada con lo más granado de Buenos
Aires, se encargara de la decoración de las salas, así como de la atención
personalizada a las clientas, que era el sello distintivo del club.
Las tres habían anhelado ser otras. Lo
habían deseado intensamente pero, como en el poema que Diana más amaba, el
laberinto múltiple de pasos que sus días tejieron desde un día de la niñez,
acabó por llevarlas a esa decisión. Siempre habían sido mujeres enérgicas,
ávidas de conocer tradiciones insólitas, costumbres que alguna vez acabarían
por serles de provecho; pero fue Galia la de la idea, la que convocó a sus
amigas de la niñez, a comienzos de los ochenta, para fundar el club. Antes de
eso, las tres habían militado en movimientos de mujeres y era esto, más que
ninguna otra cosa, lo que dotaba de sustento al proyecto.
Juntas decidieron, desde los inicios,
enmascarar las actividades bajo la forma de un servicio de acompañantes gordas,
y ese encuadre, lo comprobaron enseguida, resultó inmejorable; pero no era un
servicio de acompañantes, en realidad se trataba de un club, con socias, pago
riguroso de cuotas, ritos de iniciación y ceremonias de pasaje, que tenía,
entre otras comodidades, sauna, salón de belleza, sala de masajes y, como razón
de ser, un restaurante exclusivo. Si alguien llamaba buscando una gorda o si,
aunque más no fuera solapadamente, dejaba traslucir su deseo de encontrarla, ellas
ponían en acción la maquinaria. Así funcionaron durante meses, de un modo
privado, secreto, para satisfacer la demanda de amigas o conocidas, hasta que
la materia prima resultó insuficiente y se vieron obligadas a publicar avisos.
El aviso decía: Acompañantes gordas.
Gordas dispuestas a todo. A Diana le pareció que sonaba bien y que muchos se
iban a interesar en la oferta. Las tres habían descubierto mucho tiempo atrás
la existencia de hombres a los que les gustan las mujeres gordas y que se colocan
frente a esto a medio camino entre un fetichista y un voyeur. Pero al cumplir
cuarenta, descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan
riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las
castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de
engordar en un año no menos de sesenta kilos. Subir de peso, subir tal
cantidad, no fue -como lo creyeron en un comienzo- tarea fácil. Cada una a su
manera se había pasado veinte años haciendo dieta, a la pesca de amores
perdurables; hasta que les nació la conciencia y decidieron dar un vuelco en
sus vidas, mudar todo eso por las almendras, los choco- lates, los licuados de
banana con leche y los especiales de jamón crudo con manteca. Una vez libradas
del rigor de la balanza, abiertas las compuertas para engordar sin límites,
subieron rápidamente entre veinte y treinta kilos y se estancaron ahí, sin
encontrar el modo de subir las cuentas a sesenta, setenta kilos, que era lo que
necesitaban para ponerse en forma, iniciar el servicio de acompañantes y abrir
el club a la clientela.
Probaron con pasta de avellanas y miel
durante el desayuno. Se acostumbraron a interrumpir la noche con entremeses.
Ponían los despertadores a las tres, a las cinco y a las siete, y manoteaban a
oscuras los bombones de licor, las trufas, el chocolate en rama que habían
dejado sobre las mesitas de noche. Devoraban en las mañanas aceitunas negras,
provolone, panes untados con pasta de anchoas, con paté, con roquefort, con
manteca, y se atiborraban de chicharrón que la mucama les traía del campo.
Se habían propuesto subir no menos de
tres kilos por semana para que los preparativos de apertura no se demoraran, de
modo que en meses -a lo sumo un año- estuvieran en condiciones de abrir un
comedor que se convirtiera en el atractivo fundamental, el non plus ultra del
club. Pero lo que en un comienzo pareció de extrema facilidad, terminó siendo
una empresa que les llevaba mucho más tiempo y esfuerzo de lo previsto.
Sólo
cuando decidieron comer aquellas carnes de caza, engordaron lo
necesario, obtuvieron el peso que indicaban
los manuales y alcanzaron un grado
extraño de belleza -de tersura en la piel y
en los ojos- y esa mirada salvaje que
promueven los avisos publicitarios y que se
convirtió en el atractivo más
conspicuo del club.
Acordaron en llamar al plato el
manjar prohibido, aunque en la carta
figuraba como Carnes rojas de caza a las finas hierbas. Verena lo había probado
por primera vez en el Congo Belga y más tarde conoció otras versiones en Guinea
Konacry y en Niger; desde entonces hizo infinitas combinaciones de ingredientes
y condimentos hasta dar con el sabor que lo caracterizaba, un sabor contundente
pero a la vez delicado que las socias sabrían apreciar. Consiguieron cierta
tarde una pieza de carne, ensayaron una versión con canela y decidieron
enseguida que ese ingrediente solo no quedaba bien, pero que el plato
necesitaba una pizca, y que el limón no debía ser demasiado porque su acidez opacaba el elemento base. Cada ingrediente
–se tratara de salvia, estragón o marsala– necesitaba sucesivas degustaciones que fueron
llevándolas, casi sin que ellas se dieran cuenta, al peso necesario. El
estragón, lo supieron enseguida, no era condimento para un plato como éste: se
trataba de una hierba para preparados suaves, verduras, pescados tal vez, nunca
le iría bien a una comida fuerte como la que estaban buscando. La primera en
advertirlo fue Galia, quien descubrió que el romero era la aromática adecuada
porque su sabor definido competía bien con la carne, y que la páprika y el
jengibre le aportaban una nota exótica y, por sobre todo, exaltaban y volvían
inconfundibles los elementos. Fue también Galia quien advirtió que los
acompañamientos mejores eran los chutneys -en especial el de peras- y la salsa
de ciruelas, que tanto le iba bien a esta carne como al cerdo; y ella la
primera en descubrir que degustando las numerosas pruebas de cocina habían
engordado más que con los bombones, el chocolate en rama y la nuttela que
hacían traer en cantidades desde Milán.
Estaban dispuestas a tomarse todo el
tiempo que hiciera falta antes de abrir
ese restaurante exclusivo, para mujeres cuidadosamente seleccionadas, pero
luego de aquel descubrimiento, no fue necesario esperar demasiado porque los
hechos se deslizaron con absoluta naturalidad. Al cabo de meses, cada una
engordó más de ochenta kilos y entonces, alcanzados los requisitos que fijaba
el reglamento, trataron de favorecer, poco a poco, una costumbre, un modo de
encauzar los impulsos, de llevar a los hombres hacia ellas que estaban ávidas y
querían comenzar a darse algunos gustos.
Esa mañana hubo desde temprano algunos
llamados -casi todos de proveedores- que nada tenían que ver con el asunto,
hasta que la secretaria dijo que hablaban por el aviso y le pasó el teléfono a
Diana. Cuando alguien pedía una gorda, o ellas sospechaban que tras una
conversación cualquiera había algún interés de ese tipo, comenzaba a tejerse la
urdimbre. Se trataba siempre de un procedimiento minucioso, porque había que
pasar el cedazo, acometer un proceso delicado de selección hasta depurar la
demanda y quedarse sólo con los hombres de necesidades más ancestrales. Lo
primero era una larga conversación telefónica para aclarar dudas y averiguar de
qué naturaleza era el deseo, porque si de algo se jactaban era de satisfacer
plenamente a la clientela. Una vez hechos los arreglos tele- fónicos, venía una
primera aproximación, que a veces era la definitiva, con un cuestionario que
incluía ciertos tópicos, recaudos como averiguar si estaban casados o si tenían
viva a la madre (ésa era la pregunta más viscosa); averiguaciones que parecían
sin sentido y que sin embargo eran de
una importancia medular. Después todo derivaba en una especie de
calentamiento y, si el cliente respondía bien, si tenía -como ellas esperaban-
un deseo fuera de control, entonces Diana acordaba un encuentro íntimo. Había
mucho de gratuidad en esos hechos (aunque un poco de dinero siempre fue
necesario para la recuperación de lo invertido) y las cosas funcionaban entre
ellas como en una cofradía, con una convicción similar a la de los poetas más
extravagantes o a la de los miembros de una comunidad religiosa. Para decirlo
de otro modo, ellas comprendieron pronto que la belleza es siempre horrorosa.
No por casualidad, el lema del club era un apotegma de Nietzsche escrito en
letras góticas sobre la puerta de ingreso al restaurante: Que todo te
acontezca, lo bello y lo terrible. Ellas habían llevado el respeto por esa
frase hasta lo absoluto, se la habían hecho sentir vivamente a cada uno de los
ejemplares seducidos. Que no pensaban aceptar peleles, que buscaban hombres
hechos y derechos, fue algo que acordaron desde el primer momento; los débiles,
los pusilánimes, no eran destinatarios dignos de sus esfuerzos. La misión que
llevaban a cabo -lo pensaron alguna vez- se asemejaba más bien a un deporte, a
la pesca de la trucha por ejemplo, donde la habilidad de la presa, su
resistencia, acrecienta el placer del pescador. Y por paradójico que parezca,
era eso lo que los hacía caer en la red: nadie deseaba ser menos, todos se
vanagloriaban de la cantidad de mujeres que habían tenido, algunos llegaron a
decir que en la colección sólo les faltaba una gorda, y se regodeaban con
detalles de mal gusto sobre el estado en que habían quedado las mujeres
seducidas, o contaban mentiras que a ellas las sacaban de quicio, como eso de
que nadie los comprendía y menos aun las madres de sus hijos.
El servicio de acompañantes estaba
compuesto, en principio, sólo por las
dueñas, aunque en algunas ocasiones -si era
necesario- se agregaban las socias
del club, mujeres de gordura incipiente o ya
considerablemente gordas,
destinatarias genuinas del proyecto
reclutadas desde hacía tiempo para la causa.
El
hombre le dijo a Diana que quería contratar a una gorda. Cuando ella
preguntó medidas que le interesaban, modos
de acceso carnal preferidos, datos
de su historia con gordas, experiencias
previas con bulímicas, anoréxicas y
mujeres con otras alteraciones de la
conducta alimentaria, él trastabilló, dijo que
nunca había pensado que tendría que dar
tantas explicaciones. Ella le aclaró que
todas las preguntas se formulaban con el
propósito de ofrecer un servicio mejor,
lo más ajustado posible a las necesidades de
cada cliente, y entonces él se
despachó con la primera confesión: está
casado con una mujer que come sólo
pomelo y queso senda y hace seis horas
diarias de bicicleta fija. Después
carraspeó nerviosamente y dijo que siempre
había querido ver cómo come una
gorda; dijo también otras cosas, las que
dicen todos, ella ya está acostumbrada.
Diana percibió
enseguida que ese hombre era un puerco, como casi todos los que llamaban
buscando gordas. Él pronunció frases que ella registró cuidadosamente en su
memoria, aunque después no tuvo ganas de reproducirlas ante sus socias; dijo
también que estaba buscando esto desde hacía meses y finalmente le preguntó
cuánto cobraban por el servicio; entonces ella supo que él había caído en la
red. No le extraña que le pregunte cuánto pesa, porque él no conoce los
contratos, pero el cumplimiento de las reglas es estricto: ella jamás, de
ninguna manera, dirá los kilos; sabe muy bien que esa negativa estimula el
deseo. Él hizo un silencio extremo del otro lado de la línea, hasta que ella
mencionó las ofertas especiales para hombres vinculados con anoréxicas, y fue
eso lo que lo decidió.
Diana lo citó en la Confitería del Molino;
dijo que iba a estar allí a las siete y que pediría un té. Cuando él cuelga,
ella va a su dormitorio y busca la ropa interior hecha a medida, de calidad
especial, con encaje de trama abierta. Se fija si están bien los breteles del
corpiño, si son lo suficientemente fuertes, porque algunos hacen gala de torpeza.
Elige con cuidado lo que va a ponerse; se prueba el bahiano malva, el palazzo y
el spolverino color lila, pero se decide por el solero turquesa porque sabe que
a esos hombres les gustan las emociones fuertes, los colores subidos, los
escotes sobre la carne blanca.
Hay tres mesas ocupadas a esa hora de la
tarde, en la Confitería
del
Molino; desde una de ellas un hombre
delgado, insignificante, la mira. El
hombre le manda a Diana, con el mozo, un
papelito; el papelito dice que pida
algo, lo que quiera. A Diana le encantan
las tartas, sobre todo la de castañas, y
pide una porción. La come voluptuosamente.
El hombre escribe que coma más,
que siga comiendo. A ella le gustan las
tortas que hay en la vitrina: una isla
flotante, una de crema moka, una selva
negra, una tarta de coco. El mozo
sugiere la de coco, le recuerda que es la
especialidad de la casa; pero Diana
contesta que la de coco no, una mil hojas
será mejor, porque puede lamerle el
dulce de leche.
Ella sabe que debe continuar con ese juego
hasta el final, que tiene
que seguir excitándolo, introducir en él la
falta de ella hasta el extremo de
llevárselo al club. Él le pide que coma con
las manos y se chupe los dedos, y
que cuando se chupe los dedos lo mire a él.
Ella dice que para chuparse los
dedos es otro precio, que eso tiene una
sobretasa; pero hace sin embargo lo que
él le pide, lo deja ganar.
Más tarde el hombre ordena que vaya al baño y
se suelte la faja, porque
a él no le gustan las gordas atadas. Ella
va al baño, se quita la faja y respira con
libertad: no está mal que alguien la quiera
así. Por un momento algo la cruza,
un muchacho que conoció cuando iba a
segundo año del bachiller; pero se
sacude pronto ese sentimiento, nada debe
sacarla de la causa que abrazó, de los
propósitos que se han trazado en el club.
Se mira en el espejo y se pasa la
lengua por los labios; luego se apoya
contra la pared, baja lentamente la mano
por las carnes sueltas, y sigue hacia
abajo, hasta la raja húmeda –es roja como
una flor de carne– pensando en aquel
muchacho que se llamaba Pablo y en la
tarde en que le hizo el amor, tras un
tejido donde trepaban esas flores blancas
que se llaman Damas de la Noche. Sabe que allá
afuera, sentado en el salón,
está el hombre que la contrató y le paga
para que ella llegue a esto y se lo diga.
Es lo que hace, sale del baño, va hasta la
mesa y se sienta, anota en un papel lo
que ha hecho, escribe que lo hizo por él,
pensando en él, y que por favor la
lleve a algún sitio donde puedan estar
solos.
Él se acerca a la mesa, se sienta frente a
ella, y dice sonriendo que ha pagado para mirarla comer -eso es lo convenido-
pero que aceptaría ver cómo se desviste, cómo queda en ropa interior. Ella
entiende rápidamente que las cosas están llegando al punto buscado, un punto
sin retorno. Por el camino él intenta tocarla, pero ella no se deja; después el
hombre pregunta cosas, lo que preguntan todos. A Diana, la gente de esa calaña,
con sus averiguaciones y zalamerías, la agota; no siempre contesta, pero esta
vez dice algo parecido a la verdad: las dueñas del negocio son tres, las demás
son socias y se trata de un sitio exclusivo para mujeres. Lo dijo porque el
hombre le inspiraba cierta confianza; después, como al pasar, agregó que
incursionaban en formas de placer poco usadas, algunas –creía ella- exclusivas
de la casa, ya que no figuraban ni en el Kama Sutra.
Diana lo vio
acomodarse en el asiento, acaso satisfecho; luego él le tomó
la mano y empezó a babeársela. Quedaba tan
ridículo, ahí, hundido casi contra
su costado, como si se tratara de un muñeco.
Se lo imaginó encima: un
monigote sobre su cuerpo enorme, intentando
satisfacerla. Después él empezó
a hablar, no paró de decir que su mujer
estaba internada, que siempre había
sido selectiva con la comida, que cocinaba
sin aceite en sartenes de teflón y
que cuando se salía de la dieta se castigaba
con cien flexiones para
compensar, pero que hasta el día en que la
llevaron de urgencia al hospital, ni
él ni nadie se habían dado cuenta de que hacía
seis horas de bicicleta diaria y
estaba terminada de flaca. Dijo también que no
sospechaba siquiera cómo iban
a acabar las cosas, pero que se le dieron las
reverendas ganas de acostarse con
una gorda bien gorda porque se merecía una
revancha, y eufórico descargó una
mano sobre la pierna de Diana. Ella corrió
delicadamente la mano hasta el
muslo de él y ahí la dejó, entonces contestó
que también para ella iba a ser un
gusto.
El salón era un lugar aséptico que
recordaba vagamente a un hospital;
tenía un gran sofá blanco, una chaise longue,
algunos almohadones en el suelo
y grandes ventanales que daban a patios
interiores y estaban cubiertos por
gruesas cortinas también blancas. Sólo una
alfombra de ratán y algunas
artesanías orientales daban cuenta de los
viajes y de la rica experiencia de sus
dueñas.
Diana empujó
delicadamente al hombre hacia el sofá, le sirvió una copa y puso música. El amor
brujo era lo apropiado. Tenían infinitas grabaciones, pero esta vez puso un trío de mujeres, una versión poco
ortodoxa que tenía por fondo un delicioso diálogo de flautas. Se desabrochó el
solero y lo puso sobre la chaise longue; después se quitó el corpiño y
asomaron, libres al fin, las tetas, los pezones claros de las que nunca dieron
de mamar, y la bombacha de encaje rojo hundida bajo una sobrefalda de carnes
lechosas. Entonces bailó para él y dejó que la mirara: se supo hermosa, como
una modelo de Botero. Había aprendido a bailar en los carnavales de Río, cuando
pasaba el verano en las playas en busca de pique, porque en aquel tiempo le
interesaba la pesca, no como ahora que se dedica a la caza.
Cuando se acercó más de la cuenta, Diana
percibió el paso del miedo por los ojos de él, pero anuló toda resistencia
mirándolo con intensidad y pidiéndole que tuviera coraje porque lo que venía
era, realmente, el plato fuerte. Él intentó sobreponerse al contacto de una
lengua extrañamente dulce sobre su sexo, aunque se podía ver a todas luces el
esfuerzo que hacía para mantener la dignidad, hasta que ella avanzó tanto que
él no pudo más que entregarse.
Diana le sacó lo que le quedaba de ropa -una camisa a rayas– y se le
subió encima. Él apenas pudo balbucear que le hacía daño. Poco después,
sofocado, se animó a decir que le faltaba el aire; y apenas más tarde, le rogó,
con la voz entrecortada, que se bajara porque lo asfixiaba, pero ella siguió
sobre él, cada vez más fuerte y, cuando estaba a punto de gozar, le tapó la
boca para no oír los gemidos. Así fue como los dos coincidieron en sus
estremecimientos.
Sólo cuando supo que el hombre estaba
inerte, ella se bajó e hizo sonar el timbre. Galia abrió tímidamente la puerta
y preguntó con su vocecita de niña, apenas audible: ¿Ya está?
Todavía desnuda, extenuada, Diana dijo que
sí con la cabeza y entonces Galia le dejó paso a Verena. Con los ojos
vidriosos, Verena caminó hacia el sofá donde estaba el cuerpo caliente del
hombre. Se arrodilló a sus pies y abrió el maletín de badana gris. Desenvainó
los cuchillos de acero damasquino comprados en Toledo y los limpió
minuciosamente, uno por uno, con una gasa. Después, comenzó el trabajo. No
había tiempo que perder, porque estaban sin mercadería desde la semana anterior.
Era necesario faenar pronto, dejar orear el cuerpo al sereno durante toda la
noche, y preparar la comida para la cena del sábado, que es siempre la de mayor
demanda.
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